Montaña rusa
Víctor Vegas¿Y entonces qué hiciste
tú? Salí de la carpa y me eché a llorar. ¿Pero acaso eres pendeja o qué? ¿Qué otra
cosa podía hacer? Había probado todo cuanto dijiste y las cosas no estaban resultando.
Estaba desesperada. Y mejor así, porque te juro que de haber funcionado no hubiera podido
cargar con el remordimiento el resto de mi vida... ¡Ay, amiga! Eres la encarnación de la
ingenuidad. Por eso estamos como estamos. Y él ¿qué hizo? Yo me quedé colgando, mi
pana. En una sola pieza. No sabía qué hacer. Si poco antes estábamos de lo más de
pinga, ahí, dentro de la carpa, escuchando a Dido, con un par de ginebritas full
hielo y jugo de naranja. Ambos estábamos de lo más animados, besándonos y metiéndonos
mano y, de repente, ¡zas!, que tenía que decirme algo y yo, ajá, dale que te escucho,
mis oídos son todititos tuyos entretanto continuaba besándola por el cuello, detrás de
las orejas, tripeando un mundo con la textura y el aroma de su piel. Era como si mis
labios y mis manos se movieran sobre un enorme copo de algodón de azúcar. ¡Mi pana,
tendrías que oler y acariciar la epidermis de esa jeva! Coño, Manuel, ni te me desboques
por la tangente ni te me pongas poeta a estas alturas, please. No te detengas en lo
accesorio, mi pana. Sólo síguele derechito hasta el home. Ah, no, güevete, o
escuchas el cuento completo o no te cuento un carajo, nojoda. Está bien, está bien, pero
no te arreches, vale. Ya ves, ya me perdí. ¿Por dónde andaba? Ah, sí, sí, la besaba
en el cuello y con las manos hacía el recorrido que desde ya deseaba que hiciera mi boca:
por sus tetas pequeñitas y duras, como dos medias naranjas valencianas; su abdomen de
corredora de cien metros planos, sus muslos duros como piedras, su monte Everest en vez de
Venus, chamo, porque mira que está bien dotada la carajita esa; y otra vez ella: Manu que
necesitamos hablar, vale, y yo, sí, sí, te estoy escuchando, mi cielo, síguele síguele
nomás y en una de esas que me empuja a un lado y sale corriendo de la carpa. ¡Hija de la
grandísima! ¡Qué clase de rebote, chamo! ¿Y qué hiciste tú? Él no me siguió.
Imagino que sabía que necesitaba estar a solas. Le agradezco el gesto; que me haya
respetado esos minutos de privacidad. ¡Caramba, no me digas! ¡No te lo puedo creer! Y a
mí que se me figuraba un patán de lo peorcito. Gabriela, por favor... Okey, okey. ¿Qué
más? Dejé atrás el ruido de las carpas y corrí hacia la playa. Allí me senté y me
puse a pensar en lo que había vivido esos últimos días y en lo que tenía que hacer.
Pensaba en que él, hasta ese momento, se había comportado como un caballero: súper
educado, respetuoso, como el chico que una anhela encontrar, ¿sabes? ¡Ujum! Había sido
tan especial todos esos días, chama: detallista, cariñoso y yo me sentía demasiado bien
a su lado. De improviso me percaté que el mar y el cielo eran una sola mancha negra
frente a mi cara. Como si de pronto me hubiera despertado a mitad de la noche en una
habitación sin ventanas. No había una sola estrella, amiga, ni luna, ni nada y pensé en
Ricardo, pensé en el desgraciado de Ricardo. ¿En Ricardo? Sí, en Ricardo. ¿Y por qué
en ese güevón? ¡Qué sé yo! Quizás porque Carolina me había dicho que ellos habían
tenido algodón en el pasado. Tú sabes. ¡Ajá! ¿Y? Bueno, durante esos segundos yo
pensaba cualquier mariquera, mi pana: que si la caraja seguía enamorada del pajuo de
Ricardo, que si andaba en esos días, que si era virgen... ¡¿Virgen?! ¡Ja ja ja! ¡No
me machuques las pelotas, güevete! ¡Qué va a ser virgen esa coño, cabrón! ¡Ja ja ja!
Ya te dije que en ese momento me pasaba cualquier mierda por la testa. ¿Y no te pasó por
la cabeza salir a buscarla? ¡Claro que sí! Pero tenía una parada descomunal, chamo.
Tenía la hijueputa pinga gorda, hinchadísima, a punto de reventar. Me daba paja que
Carolina me viera así. Coño. Uno también tiene su pudorcito y tal... ¿Y qué más?
Entonces me decidí a decírselo. ¡No me jodas, chica! ¿Qué otra cosa podía hacer? No
hubiera funcionado si no... Sólo a ti se te podía ocurrir semejante pavada. Tenías que
insistir con las ginebras y mantener la boca cerrada, amiga, igual que tus piernas, hasta
que el alcohol hiciera lo suyo. Eso se dice rápido y fácil, Gabriela. Pero nadie mejor
que tú conoce el aguante de Manuel. Es una bestia con el alcohol. Tú lo sabes. Insistir,
chama. Tenías que insistir y punto. Bueno, el asunto es que allí, a orilla de la playa,
frente a mi abismo negro, después de meditarlo por largo rato, decidí que se lo diría.
¿Así nomás? Fuera e broma, chamo. Yo trataba de pensar en cualquier otra joda
menos en Carolina. Pero nada que ver. La vaina seguía firme en su posición y como
reclamándome haber dejado escapar a la presa. Tú sabes, ¿no? Pensaba en la bola de
mierda que es la gorda Neri, en una prosti vieja y desdentada que una vez quiso darme una
mamada en el Swing y hasta me puse a repasar mentalmente la última clase de Teoría de la
Administración que había tenido en la facultad. Pero nadita de nada. Esteban de
Jesús no cedía y seguía durísimo ahí abajo. ¿Y no se te ocurrió tirarte un
pajazo veloz ahí mismo? ¡Estás loco! ¿Y si Carolina regresaba y me encontraba en las
primeras de cambio? No, mi pana. Lo menos que hubiera pensado es que yo era tremendo
enfermito. Ajá, ¿porque acaso no lo eres, güevón? Sí, lo soy. No te lo niego. Soy una
ingenua. Una estúpida. Bueno, bueno, tampoco es para que te descargues tú misma, chama.
Déjame ese trabajito a mí. Continúa con tu asunto. Por fin, ¿en qué paró todo?
Finalmente volví a la carpa. El trayecto de regreso lo hice despacito mientras iba
articulando los posibles argumentos para mi relato. Seleccionaba las palabras adecuadas
para contarle mi historia a Manuel. Ay, no, no, no, no, Carolina, de panita y todo, sin
que me quede nada por dentro, chama: eres demasiado enrollada. Quizá. Sin embargo no
puedo ser de otro modo. Y te juro que lo he intentado. Que a veces te envidio y quisiera
parecerme a ti. Ser como tú y no pararle a las cosas. Pero no puedo, chama. No puedo.
Okey, está bien. De acuerdo. Lo admito. En lo único que pensaba era en tirarme a la
Carolina. ¡Echarle un buen polvo, nojoda! No pensaba en nada más desde que la conocí. Y
no me vas a negar que es lo primero que te inspira la caraja esa no más al verla. La
primera vez que su figurita perfecta, estimulante y voluptuosa te atraviesa la pepa de los
ojos y te estalla como una molotov en la base de los sesos. ¡Coño, no serás tan
recontramezquino, tan recontraegoísta, tan recontracomemierda como para negarme eso!
¡¿No es cierto?! ¡¿No es cierto?! Okey. Okey. Tienes razón, chamo. Tienes toda la
razón. Bueno, como te venía diciendo. Hubo un momento en que hasta llegué a pensar que
la caraja era virgen. ¡¿Otra vez?! No me jodas. ¡Coño, ¿me vas a dejar acabar o lo
dejamos hasta aquí?! Perdón. Perdón. ¡Cónchale! Dale, pues. Yo pensaba esas
cabronadas que te digo por la manera como ella se había comportado hasta ese instante. Y
te juro que pensar en eso me acartonó las pelotas. Ya yo había estado con un par de
vírgenes y la verdad es que aquella noche no quería pasar otra vez por esa macana.
Chamo, yo no sé como hay panas que dicen disfrutar desvirgando a una carajita. Eso es
demasiado ladilla. Tú no puedes saber lo fastidioso que es porque nunca te has comido un
virgo. Para mí el sexo es placer, mi pana, gozadera de la pura. Y tirarse un virguito te
aseguró que está a kilómetros de serlo. Ahora yo no podría. Y mira que lo he
intentado. Pero creo que al fin y al cabo soy algo chapada a la antigua. Ay, no, chama, la
verdad, eres burda de pacata. No sé cómo puedo seguir siendo tu amiga. No digas eso,
vale, que me haces sentir peor de lo que me siento. Discúlpame, chica, pero es que lo
tuyo no tiene nombre. Si sólo se trataba de una pequeña mentirita. De esas que llaman
por ahí blancas. Además, ¿no pensarás que Manuel es el hombre de tu vida? ¿O sí?
Gabriela, cuando comienzo una relación con un chico no me pongo a pensar si es o no el
hombre de mi vida. Sólo pienso que es mi chico y punto. Y mientras eso sea así trataré
de ser sincera y honesta con él. Entonces, manita, vete preparando para vivir de tumbo en
tumbo el resto de tus días, porque las únicas que por estos tiempos pueden echárselas
de transparentes y pasar como si nada son las birras tipo light. De cualquier
manera esa es mi opinión. Tú puedes pensar lo que te dé la gana. Yo sólo quiero
mantenerme alejado de las primerizas porque encima de que la mayoría son burda de
enrolladas, Esteban de Jesús queda demasiado maltratado después de hacerlo con
una de ellas. Prefiero que ellas pasen por las manos y las pingas bien templadas de los
panas que les gusta cultivar esos mojones mentales. Allá ellos. Te juro que del tiro se
me bajó de golpe y porrazo la libido y justo a tiempo porque enseguida entró ella y le
dije que necesitaba que me escuchara, que tenía que contarle un asunto sobre mí, algo
personal y delicado y yo ligándola que no me fuera a decir que era virgen, porque ahí
mismo la mandaba a mudar de carpa; aunque luego luego, cuando se acercó más a la luz de
la linterna y pude ver sus ojos rojos e hinchados, quise tragarme mis pensamientos y me
sentí de lo peor, chamo. De lo peor. Tenía una cara que ni te cuento. Me imaginé que el
pobrecito había estado devanándose los sesos para explicarse mi inoportuna actitud de
hacía un rato. Mi repentina huída. Que había pasado por el dilema de correr tras de mí
o de cederme un pequeño espacio. Se podría decir que estaba petrificado por la duda. La
duda maldita de qué coño de madre quería decirme. Así que esta vez preferí sólo
escucharla desde mi lugar y no distraerme con el olor de su piel, ni con sus tetas, ni con
su culo y le dije que para mí la honestidad era un valor inalienable, y creía que tenía
que haber honestidad entre ambos; honestidad y sinceridad si queríamos que las cosas
entre los dos marcharán como debían de marchar. Y yo quería morirme porque me esperaba
lo peor y lo que hasta ahora había sido un viaje demasiado bueno, demasiado cool,
estaba a punto de irse al carajo, chamo, de convertirse en un jodido viaje hijo de las
tres mil leches. Y así, preparado para lo que viniera, le escuché decir que no tenía
que decir nada que no quisiera decir, y yo que sí, Manu, que sí quiero decírtelo, vale,
que para mí es demasiado importante y, bueno, entonces la escucho y me suelta que ella no
es virgen, pero tampoco una libertina, ¿sabes? Y el alma que me regresa por un
hiper-milisegundo al puto cuerpo y otra vez que se me larga a la mierda y lo noto como
confundido, como que no me está entendiendo un rábano y decido ir más allá y decirle
que no entiendo nada, que por favor se explique y ella dice que hace algún tiempo estuvo
con otro, pero sólo uno, un tipo al que quiso como casi me empezaba a querer a mí y que
por eso se había acostado con él. Y aunque no le dije de quien se trataba (tampoco yo se
lo pregunté), sentía chocar contra mi paladar, como una enorme bola de goma de mascar,
el nombre de Ricardo. Por eso no se lo pregunté cuando ella lo contaba y casi se me
escapa un gritito de lujuria de ¡sí, sí, gracias, güevete!, en mi puta vida pensé que
te agradecería algo, y ahí mismo se acercó a mí y metiéndome entre sus brazos con una
ternura tan grande que hasta entonces creía que sólo podría conseguirse en los brazos
inmateriales de Dios, me susurró al oído, tontita, eso para mí no tiene ninguna
importancia, tampoco es mi primera vez y sería la mar de injusto que precisamente yo te
lo reclamara. Yo que en mi jodida vida no había hecho más que pensar en sexo y acostarme
con cuanta jeva había podido (esto último no se lo decía, sólo lo pensaba), que desde
que te conocí me había estado preparando para este instante; escribiéndolo en los
cuadernos de apuntes de la facultad: qué te diría mi boca, cómo se moverían mis dedos
sobre la topografía crispada de tu cuerpo. Cómo me bebería tu intimidad y tu alma en
una noche sin luna de un largo día de verano, chama, y ahí mismo empecé a llorar y me
sentía otra vez tan segura contra su pecho, y él me acariciaba y decía cosas hermosas
que no sé por qué, aunque no había sido así (aunque la verdad es que ahora no puedo
estar segura de nada), pensé que ya las había escuchado de su boca, que aquella no era
la primera vez y empecé a besarla nuevamente, ahora con ternura, a susurrarle al oído lo
que quería hacer con ella y ella comenzó a temblar como si de improviso, una entidad
invisible que se hubiera apostado justo a sus espaldas, le aplicara pequeñas descargas
eléctricas. Entonces cerré los ojos y me arrojé a los brazos intangibles del azar,
porque algo dentro de mí me decía, o mejor, me gritaba, que lo que seguiría estaba
escrito en alguna parte y yo no me sentía con ninguna autoridad para rebatirlo, no me
sentía como con las otras jevas, chamo, y entonces me asaltó la certidumbre de que el
libreto que tenía en la testa se desparramaba por la arena y era arrastrado por el viento
hacia el mar, hacia las profundidades oscuras del mar, sin que yo pudiera o intentara
hacer nada para evitarlo. Ahí mismo me puse a resollar como una bestia, porque después
de los primeros besos lo sentía excitadísimo; su respiración se había vuelto más
fuerte, más frecuente, más violenta, y, a ratos, lo sentía estremecerse como si alguien
o algo lo sacudiera desde lo más recóndito; y él, a pesar que trataba de disimularlo
(tal vez con la intención de que yo no lo notara, pero lo noté), no podía, no podía y
dejó caer su cabeza hacía atrás como diciéndome, o mejor, gritándome con ese gesto,
ven, tómame, soy toda tuya, haz lo que quieras conmigo y comencé a lamerle el cuello y a
darle pequeños mordisquitos sobre sus hombros. Después descendí a lo largo de sus
brazos y chupé sus muñecas, la palma abierta de sus manos. No fui directo a sus tetas o
a la calidez húmeda de su sexo, como lo había pensado antes, lo que hizo sentirme como
una reina venerada por uno de sus súbditos más fieles. Su lengua se paseó por toda la
geografía de mi piel antes de decidirse a parar en lo que he escuchado es el tesoro más
preciado, la parte más anhelada del cuerpo de una mujer para un muchacho de su edad:
cuando paró allí me sentí desfallecer, te juro que no sabía qué hacer, no sabía si
llorar, si reír o si hundir mi lengua ávida y chorreante (como el resto de mis sentidos)
en su vulva rosada y bañada por las secreciones íntimas de la excitación: me besaba, me
acariciaba con los labios cerrados, luego ligeramente abiertos, tocando mi sexo con su
aliento, con su nariz, con su mentón, con su frente, con sus mejillas, con la punta
ardiente de su lengua y yo deseaba que no parara, que no se le ocurriera hacer otra cosa
distinta a la que estaba haciendo, pero a la vez quería que fuera más allá y estuve a
punto de decírselo, decirle, o mejor, gritarle, que deseaba metérsela, penetrarla, que
no aguantaba más, que ya era hora de iniciar la carrera en el ascenso, que esa era la
manera más idónea de arrojarnos juntos al vació que nos aguardaba al otro lado de esta
montaña rusa que habíamos empezado a escalar unos minutos atrás. Sin embargo me
contuve. No dejé que lo hiciera porque yo también quería recrearme un poco con su
cuerpo, recorrer su piel con mi boca, devolverle tanto placer: empezó por mis tetillas, a
chuparlas y morderlas como lo había hecho yo con ella apenas un rato atrás. Después
bajó hasta mi ingle, dejando antes un reguero de mordisquitos por todo mi abdomen. Por
fin sentí en mi barbilla la húmeda y palpitante dureza de su glande, y, con una
seguridad que no me conocía hasta entonces, dominé la impetuosidad venosa de su miembro
y comencé a masturbarlo, entretanto arropaba con su boca la orfandad de mi glande, lo
sentí gemir y cerré con violencia mis manos sobre sus famélicos hombros. ¡No pares! No
paré y me sentía cada vez más húmed@ y excitad@ con sus propios gemidos y su
excitación. Sentía que no podía, que mi cuerpo comenzaba a desinflarse, a desintegrarse
y a mezclarse con la atmósfera cargada de la carpa. A ser parte del aire. Como aquella
vieja canción de Mecano, ¿la recuerdas? Y fue cuando no pude más, cuando el jalón fue
más fuerte que yo y tuve que soltarme: escuché, degusté, palpé, vi y padecí el
estallido blanco, líquido, eléctrico, ligeramente punzante, a partir del cual ninguno de
los dos supo quién era quién.
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