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J. J. Maldonado

Perfect Day


      

Me llamo J, pero mis amigos y contactos en la red me dicen J. J. No estoy loco, aunque debería estarlo porque desde la mañana veo, por primera vez en toda mi existencia, a una rana cantar “Perfect Day” de Lou Reed en un día que, ciertamente, se anuncia imperfecto. La rana ha cantado, lo digo yo. Y no ha sido una, sino varias veces repitiendo la misma letra triste y aguardentosa, siempre en tono gregoriano, del pobre Reed, el último de todos los poetas del asfalto. Parece una cosa imposible de creer, pero allí sigue la rana, henchida sobre la rama de un eucalipto, cantando a capela, sin cansarse ni darse por vencida, mientras yo la observo desde mi ventana protegido de los calores de Ñaña.
       A pesar de haber consumido algunos ácidos y de haberme embarcado en un par de viajes alucinatorios, nunca antes había visto cantar a una ranita de manera tan desesperada, como si su vida entera dependiera de cada palabra o cada estrofa que saliera disparada al aire por su voz. Es cierto que en mis estados de alucinación he visto cosas raras como conejos psicópatas, cenotafios hechos a base de carne humana, eriales salpicados de ojos, babosas gigantes de piel fosforescente, macizos de colores o fangales de arcoíris, pero, lo repito, nunca antes una rana cantora. De hecho, cualquiera que se haya ido en ácidos alguna vez sabe que las alucinaciones solo son formas escurridizas o estáticas, las cuales, como máximo, emiten ruidos o ecos absurdos, nunca una voz coherente y racional. Por todo eso soy consciente de que ahora mismo no estoy narcotizado ni sufriendo arrebatos oníricos al ver a la rana salmodiar los versos Oh, it´s such a perfect day/ I´m glad I spend it with you. Además, creo estar muy lúcido porque no encuentro relación alguna entre el “Perfect day” de la rana y este día de mierda en Ñaña, con su sol más infame que nunca, aplastando cualquier vestigio de vida, reverberando sobre la llanura que, desde mi ventana, se deshace en vapores por donde se trasluce un horizonte blanco, y más allá de ese horizonte, una línea de montañas; y más allá todavía, una lejanía completamente muerta. Bajo este día imperfecto y envuelto en calor, la rana canta sobre cierta perfección mientras las glicinas mueren, mientras los pájaros caen, mientras Ñaña comienza a podrirse.
       El canto de la rana está allí, rebotando en todas las paredes de mi cuarto. Desde que escuché su primera estrofa supe que aquel canto existía y que la rana, con su voz humana, era real. No lo dudé ni por un segundo. Yo estaba conectado a internet como toda la vida, tratando de ingresar a un servidor libre para unirme a una partida de Warcraft con mis amigos, cuando de pronto la rana empezó a cantar. Just a perfect day / Drink sangria in the park… Si bien es cierto que debería haberme desmayado del susto en ese instante o, en todo caso, haber soltado un grito primal en busca de guerra, solo me quedé extasiado, escuchando inmóvil el concierto de la rana frente a mi ventana. Aunque su voz no era una cosa hermosa, estaba allí vibrando de una desconcertante vitalidad, reproduciéndose verso a verso, desgarrándose lentamente en los coros.
       Así como es imposible negar la existencia de la muerte, me fue imposible negar la presencia cantora de la rana. Por eso me vi obligado a detenerlo todo. Seguir con mis actividades diarias no tenía sentido alguno. Yo, J. J., acababa de ingresar a una dimensión en donde el tiempo y el espacio parecían confundirse alrededor de un anfibio con voz humana, el cual, a partir de su canto, generaba un nuevo tiempo que me envolvía como un lazo, duplicando mi distancia entre el presente y el futuro, en intervalos fugaces que repetían el principio de mi círculo vital, una y otra vez, sin detenerse nunca. Viendo a la rana cantar supe que yo nunca más sería J. J. ni el mismo imbécil de los videojuegos de internet; que yo como J. J. había desparecido para siempre y que mi vida, de ahora en adelante, tomaba un nuevo rumbo, un rumbo mucho más interesante, mucho más épico, trascendente, existencial, si quieren, porque la letra de Lou Reed en boca de la rana exigía en aquel momento imponer cierta perfección en el mundo. Así lo entendí yo y por eso creo que el canto de esta rana es un anuncio en clave o una especie de advertencia mesiánica, un aviso del fin o de un nuevo comienzo de Ñaña, de este pueblito de mierda que se pierde entre cadenas de montañas rocosas, pantanales y dehesas salpicadas de eucaliptos peruanos. ¿En qué otra cosa podía pensar yo entonces?
       Bueno, en algún momento pensé en Michigan J. Frog, el anfibio que protagonizó algunas caricaturas de Looney Tunes con su gran talento para el canto y el baile. Recordé, sin embargo, que esa rana usaba un smoking, bastón y bombín, y mi rana, por el contrario, sin prestarse a tantos artificios cantaba, lo mejor que podía, y en plena desnudez, una triste canción de Lou Reed. No valía la pena compararlos. Sobre todo porque esta rana mía es una anunciadora del fin de Ñaña, la cual, se la vea por donde se la vea, tiene los días contados. Y esto lo sé yo porque averigüé en internet que las ranas son seres mitológicos muy relacionados a la desgracia en decenas de culturas alrededor del mundo. Los araucanos, por ejemplo, llamaban a la rana el Señor de los Diluvios. Los incas, en tiempos de guerra, rezaban a la rana para incitarlas a provocar lluvias torrenciales sobre sus enemigos. Para los iroqueses, toda el agua del cosmos estaba dentro del vientre de una rana monstruosa que explotaría sobre el mundo para su natural renovación. Según algunos nativos de Australia el diluvio se produjo al reventar una rana que se había tragado enormes cantidades de agua. Y, por último, para las tribus aguarunas los eclipses significan que una rana se ha comido la Luna. Con alegorías tan insignes como estas no me ha quedado otro remedio que considerar los cantos de la rana como presagios del fin de una época para dar paso a la siguiente.
       En efecto, cada estrofa cantada la siento como un trompetazo del Apocalipsis. No puede ser de otra manera. Simplemente no puede ser de otra manera. Con esto quiero decir que la presencia de una rana que canta “Perfect Day” de Lou Reed solo es posible en un mundo que está a punto de terminar o, por lo menos, de cambiar. Este mundo, en mi caso, es Ñaña, porque aquí está todo mi universo y si muere este, muero yo, pues aunque parezca una exageración no puedo dejar de pensar que yo fui, soy y seré Ñaña para siempre. De modo que de ahora en adelante va a ser difícil vivir bajo la amenaza de este lugar que está a punto cambiar. O de morir. La rana canta y canta: Just a perfect day / You made me forget myself… Y yo sigo pensando que esto es un síntoma de algo que está realmente mal, de algo que está podrido por completo. Pero afuera, el día avanza ondulándose como de costumbre. Allí está Ñaña con su declive y su río. El sol reventándolo todo. La tierra abriendo grietas en los caminos. La iglesia de los adventistas cayéndose a pedazos. En las calles, caseríos ruinosos y casas de material noble. Y los hombres y mujeres de cara tostada, despreocupados, sin darse cuenta de que van arrastrando esa vieja voluntad que convierte el exceso del bien en el mal, una certidumbre transmitida por sus padres, abuelos y bisabuelos agonizantes, siempre de generación en generación.
       Yo soy esa Ñaña a punto de morir, de ser otra por culpa del canto de una rana. En el cielo, una parvada de cuervos y palomas empieza a perderse entre las nubes. Eso es extraño. Nunca lo hacen. ¿Acaso estarán huyendo por primera vez? ¿Habrán adivinado el final de este pueblo? La rana canta una vez más y con ella todo fluye, todo cambia. I thought I was someone else / someone good… Algo va a suceder, lo presiento. Y no pienso ser yo el que lo sufra, pues advertido estoy por el canto de mi rana. ¿Qué es lo que vendrá? Tiene que ser algo totalmente desquiciado como su pronosticador. ¿Serán tal vez conejos asesinos que arrasen con Ñaña? ¿O zombis hambrientos salidos de la Muerte? ¿Quizá videojuegos que seduzcan al suicidio? ¿O gallinazos dorados del tamaño de un pterodáctilo? No lo sé, todo esto es una locura y la rana sigue con su mierda: You´re going to reap just what you sow /  You´re going to reap just what you sow… Sea como fuere, creo que ya va siendo de hora de morirse. La soledad se extiende dulcemente sobre mí y me obliga a mirarla, aislada, desnuda, sin otra distracción que la muerte misma. Y aquí, la dominante presencia de los recuerdos que llegan uno a uno, que se van dilatando hasta ser insoportables como cuchillazos y que con su fuerza tratan de cerrar todas las puertas para así poder fundirse y desaparecer en cada rostro, en cada escena, en cada experiencia, cegándome, enloqueciéndome con la voz humana de una rana, con la canción maldita de Lou Reed y con el colapso definitivo de este viejo barrio que, por fin, empieza a destruirse.              

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© J. J. Maldonado
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Acerca del autor

J. J. MaldonadoJ. J. Maldonado
(Lima, 1989). Periodista. Ha colaborado en El Comercio, La República, RPP Noticias, Buensalvaje y Revista Caretas. En 2021 publicó la novela "El amor es un perro que ruge desde los abismos" (Editorial Planeta). Es autor de los conjuntos de cuentos "Quien golpea primero golpea dos veces" y "El demonio camuflado en el asfalto". En 2015 ganó el premio “Narrador Joven del Perú” de la Fundación Marco Antonio Corcuera.

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