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Alonso Mesía Macher

Hasta que la muerte nos convierta en una gallina

 

 

       

De niño, Paul no creyó ni una sola historia de las que los otros niños se tragaban como uvas. Desconfió del ratón de los dientes y de Papá Noel y sus años de estudio en un colegio católico solo le trajeron más dudas sobre el mundo. Cuando tenía diecisiete años y su abuelo materno murió, Paul se acercó al ataúd abierto para tomarle el pulso. Cada suceso de la vida le era agua turbia si no podía comprobarlo por sí mismo. Pero una noche cualquiera de abril, sentado en la mesa de un barcito, Paul se descubrió con una extraña predisposición para creérselo todo. Acababa de cumplir treinta y un años. Como había sido desde que nació, la fuerza de la gravedad le seguía sosteniendo los pies al suelo, pero él sentía que flotaba sobre las cabezas de la gente. En ese extraño trance, se le ocurrió contar una historia que hasta antes de aquel día le había sonado inverosímil.

      Paul tenía los ojitos caramelo entusiasmados, era larguirucho y flaquito. Como suele ser con la gente muy alta y muy flaca, tendía a encorvar la espalda. La mirada, sin embargo, siempre la mantenía arriba durante una conversación. Esa noche, frente a Paul estaba Carolina. Se habían sentado en una mesa redonda y pequeñita en un bar que estaba vacío. Podrían haberse cambiado de sitio, pero a Paul —o quizá a los dos— le parecía lo más placentero del mundo cuando las rodillas de ambos, casual y torpemente, se rozaban por debajo de la mesita. Paul era simpático, dentro de todo; pero Carolina era fuera de serie. Caminaba por la calle y los carros se detenían como en un videoclip. Los ojos enormes y hermosos, y una inteligencia tan natural y tan viva que Paul no se terminaba de creer su propia suerte.

      Por los propios nervios de la vida, ambos estaban atrapados en una conversación superficial. La mañana había sido lluviosa, en la tarde el cielo se había despejado, el tráfico de la ciudad era un caos. En medio de esa charla tan lenta, Paul recordó haber leído en Internet acerca de un cuestionario inventado por un psicólogo neoyorquino. Según decía la nota, las cuarenta preguntas que componían el cuestionario conseguían tal nivel de intimidad que automáticamente podía hacer que dos personas se enamoraran. A Paul le pareció buena idea jugar a eso pero a su manera.

      No hace falta ahondar en todas las preguntas, pero hubo una pregunta en específico, o más bien una respuesta, que hizo que Paul mirara a Carolina como si fuera la mujer de su vida durante unos eternos siete segundos. Nada del pasado, nada del futuro; el presente se le había detenido en una sola idea. Una idea abstracta, pero tan física al mismo tiempo. Paul se cuestionó si a lo largo de su vida había sido lo suficientemente bueno para merecer lo que le acontecía, y decidió que sí. Decidió que era un buenón, un don buenón, y le gustó pensar que la bondad no era lineal, sino cíclica. También le pareció prudente hacer esta pregunta:

      —Si tuvieras que matar a una sola persona para salvar a la humanidad, ¿a quién matarías? —dijo.

      Carolina recibió la pregunta en el último sorbo de su copa. Dejó la copa sobre la mesa y contestó:

      —No mataría a nadie para que de una vez se murieran todos. Creo que la humanidad debería extinguirse.

      Precisamente, esa clase de cinismo, conducido por la voz dulce y amable que tenía Carolina, era una de las cosas que a Paul lo desarmaban. Las amigas de Carolina solían decirle que su sentido del humor oscuro era diametralmente opuesto a la naturaleza de su corazón. Su carácter, en general, tenía esos matices. Era gentil y cuidadosa con las personas, pero al mismo tiempo tenía el suficiente carácter para no estar dispuesta a que la tomaran por tonta.

      —¿De qué forma... —dijo Carolina, pero se detuvo al notar que Paul la miraba sostenidamente, casi sin parpadear—: de qué forma te gustaría morir?

      —Ahora mismo… ahora mismo no estoy pensando para nada en eso —respondió Paul.

      Carolina no esperó una pregunta de regreso, y le dijo:

      —¿Y en qué te gustaría reencarnar?

      Paul no supo bien qué responder, pero ya había empezado a notar en Carolina un cierto entusiasmo por ese tipo de temas. A Carolina le fascinaba hablar de reencarnaciones y presencias, de energías y otras vidas. A él le hacía gracia, por ejemplo, que Carolina no creyera en Dios, pero creyera en el horóscopo. Él, desde luego, no creía ni en una cosa ni en otra. De hecho, si esa noche no se hubiera despertado en él ese repentino espíritu de credulidad, hubiera pensado para sí mismo: “No puedo estar con una mujer que no tiene los pies en la tierra”. Pero, al menos esa noche, Paul estaba ubicado en el extremo opuesto a su naturaleza escéptica. Y desde ese lugar le contó a Carolina la historia de cómo el tío de su amigo César había reencarnado en una gallina.

      —La familia de mi amigo César tenía la tradición de celebrar los cumpleaños comiendo ají de gallina  —se lanzó a contar Paul—. La Mary, su mamá, se organizaba para ponerse a cocinar desde muy temprano, cosa que para las siete de la noche cada quien tuviera un plato de comida servido y, para las ocho, ya arrancaran a tomar con la panza llena.

      »Esa costumbre, que había permanecido en la familia durante al menos dos décadas, se acabó la misma semana en la que murió David, el tío de César. David había muerto a unos días de cumplir los 66 años, pero la familia decidió celebrarle el cumpleaños igual. Así que la Mary le ordenó a unos de los primos que le trajera una gallina para hacer la cena. El primo fue por el encargo y al cabo de dos horas regresó con una gallina dentro de una jaula.

      »César dice que la Mary se puso furiosa, que descolgó el teléfono y comenzó a llamar a cada miembro de la familia para cancelar la cena.

      »—Este huevo frito se ha traído una gallina viva, ¿lo puedes creer? —renegaba la Mary al teléfono—. Lógico que si le mando a traer una gallina me refiero a una gallina muerta, pues, ¿no?

      »—Así me la han dado, Mary —decía el primo.

      »Cuando la Mary terminó de hacer las llamadas, el primo se le puso delante y le sugirió que podía hacerse cargo de la gallina.

      »—Esta semana no se muere nadie más en esta casa —le dijo ella.

      »Pasó el tiempo, y nosotros empezamos a acostumbrarnos a la idea de tener una gallina por mascota. Digo nosotros, porque la gallina fue a parar a la azotea de la casa de César, y ahí es donde todos nos reunimos desde siempre. Moncho, Coché, Fabián. Todos andamos ahí. Y la gallina andaba suelta en la azotea, dando saltitos por aquí y por allá. A veces se subía al lado del sofá o nos saltaba en los muslos y se acomodaba como quien empolla un huevo.

      »—Señora —le decíamos a la Mary—, ¿y qué se va a hacer con la gallina?

      »—Ahí está, pues —respondía—. Hasta que alguien se anime.

      »Para entonces, la gallina ya tenía nombre. La Mary le llamaba La Negra. Además, tenía una casita muy simpática, tres comidas al día, cariño y cuidado. Nunca le faltaba agua y su espacio siempre estaba limpio y ordenado, a diferencia de la parte de la azotea que usualmente ocupábamos nosotros. Nos parecía, la mayoría del tiempo, que la gallina estaba mejor atendida y protegida que nuestro propio amigo César.

      »Un tarde, sin embargo, la Mary decidió que ya era momento de que La Negra abandonara el mundo de los vivos y que pasara a un plano espiritual más gastronómico. Así que le ordenó al primo que la matara. Ese mismo día, el primo subió a la azotea, tomó a la gallina y la bajó a la cocina para despescuezarla. La puso en una olla y justo cuando la tenía agarrada del cogote escuchó un ruido metálico debajo de la gallina. El primo recuerda que le sonó como a una moneda rodando en círculos. Alzó a la gallina en el aire y descubrió que había puesto un huevo. La sacó de la olla, la dejó andando en el suelo y salió de la cocina gritando.

      —¡Mary, Mary! —gritaba—. ¡La gallina es ponedora!

      »A partir de ese día, me imagino, La Negra entendió que para seguir con vida tenía que empezar a prestar algún tipo de servicio. No le bastaba con ser bella y graciosa. Entonces, cada cierto tiempo, ponía huevos dentro de su casita, en alguna maceta o incluso en el sofá de la azotea. A nosotros nos parecía fantástico que una gallina, en plena ciudad, frente a los rieles del tren, encontrara la comodidad suficiente para poner huevos.

      »La Mary ya la quería horrores. Todos los días subía para hacerle cariño, la peinaba, le hablaba, le cambiaba el agua y le daba de comer. Sin embargo, pasaron los meses y La Negra dejó de poner huevos y se acostumbró a vivir gratis otra vez. Eso no habría sido problema, porque, como te digo, la Mary ya la adoraba. Pero cuando se cumplió un año de la muerte de David, la familia se organizó para hacer la cena que antes se había frustrado. Uno de los hermanos sugirió matar a La Negra para la cena y, como toda la familia estuvo de acuerdo, a la Mary le dio vergüenza decir que se había encariñado con una gallina.

      »Esa mañana, mi amigo César vio cómo su mamá subió a la azotea, tomó a la gallina y la bajó a la cocina. César dejó que pasara una hora y bajó para ver cómo estaban las cosas. La encontró a la Mary llorando sentada en la mesa de la cocina. Le acarició la cabeza y la tranquilizó. Dice que la Mary respiró fuerte y le dijo:

      »—¿Tú acuerdas de ese gesto que hacía David con el ojito? Era como un gesto cómplice, de pendenciero.

      »César dice que no entendió bien a qué se refería, pero que le dijo que sí, que sí se acordaba.

      »—Bueno, pues —le dijo su mamá—. Me lo acaba de hacer la condenada.

      »Nosotros llegamos por la tarde y nos sentamos en los sofás de la azotea a tomar cerveza. Veníamos hablando de una cosa y otra, hasta que vimos a la gallina salir de su casita. Uno de los rasgos más distintivos de César es que puede decirte la cosa más descabellada e inverosímil sin que se le mueva un pelo. Así que cuando le preguntamos por La Negra, o más bien, por la razón por la que seguía viva, nos dijo:

      —Ah, no, nada. Es que resulta que es David.

      »Con el pasar de los días, César trató de que reconociéramos el gesto del ojito que había visto su mamá. Además, él mismo empezó, supuestamente, a notar rasgos adicionales. Era algo muy personal, me imagino, pero la familia empezó a sentir otra vez la presencia de David en la casa. Y, sumado a eso, cuando alguien de nosotros mencionaba el nombre de David, La Negra salía de inmediato de su casita y saltaba para sentarse en el extremo de uno de los sofás de la azotea. Eso te lo puedo jurar.

      »Así son las cosas desde entonces. Tenemos una gallina de mascota que es, en realidad, el tío de mi amigo César. Supongo que me gustaría reencarnar de una forma parecida.

      Carolina quedó mirando a Paul con una sonrisa.

      —Es una linda historia —le dijo ella.

      —Y cada palabra es verdad. Es decir, cada palabra es la verdad de alguien —dijo Paul.

      Carolina estaba encantada, pero algo en las formas de Paul le hacía pensar que cabía la enorme posibilidad de que se hubiera inventado todo solo para entretenerla.

      —¿Y tú crees en eso? —le dijo ella.

      —Desde luego, en cada palabra, como te digo.

      Carolina le notó cierta picardía en la voz, pero prefirió no decir nada.

      —¿Tú no te lo crees? —le preguntó Paul.

      —Yo lo que creo es que un día te voy a querer mucho —le respondió. 

      En ese momento, Paul se sintió en una mala postura y trató de enderezar su espalda. Estiró un poco el cuello hacia atrás y pudo sentir cómo sus rodillas con las de ella se volvían a rozar por debajo de la mesa. Se quedó viendo a Carolina, en un gesto largo de gran tonto, de enorme tontísimo, con la mandíbula descolgada y los ojos brillantes. Extendió su mano sobre la mesa y Carolina puso su mano sobre la suya.

      —Pero con respecto a esa historia de la gallina —dijo ella de pronto—, no te creo una mierda.

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©Alonso Mesía Macher


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Alonso Mesía MacherAcerca del autor
Alonso Mesía Macher (Lima, 1989). Escritor y periodista. Ha publicado en las revistas Rolling Stone, Anfibia, Poder, en los diarios El Comercio y Página12, entre otros medios de América Latina. Es autor del libro de cuentos “Días bellos, pero no tanto”.




 

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