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Adriana Riva

Malcrianza


      

A muchas historias densas que anidan en las familias el tiempo les quita pesadez, y entonces, cuando el huevo por fin se rompe, en lugar de encontrar una serpiente nace un pichón ridículo, desplumado y medio espástico, que se presta para la burla.
       La del tío abuelo Arturo era una de esas historias de buen añejo que a todos les gustaba sacar a lustrar los domingos, mientras los grandes jugaban con la borra de sus cafés y los chicos se rayaban las rodillas de pasto. En mi familia tenían la costumbre de recordar las cosas de a varios, corrigiéndose entre sí, agrandando o minimizando los detalles según quién hablase, así que el cuento siempre sufría variaciones que lo enaltecían una y otra vez. Por ser una historia de otra época, parecía como si fuese de otro lugar, de una familia remota, de la que nadie se hacía cargo a pesar de ser descendientes directos de ella.
       A mí me hubiese gustado escuchársela contar a Teresa, en primera persona, pero no la conocí; murió un año antes de que yo llegase a la familia. Por eso es que se las cuento como me la contaron a mí, como se la acuerdan ellos, que son de otra generación.

***
Teresa y Francisco vivían con Arturo, su papá, en una casona Tudor en el barrio de Belgrano, donde cada uno tenía un cuarto con baño propio. Su mamá los había abandonado cuando Teresa todavía usaba una banqueta para alcanzar la lata de galletitas y Francisco, que era tres años mayor, todavía usaba pantalones cortos.
       Como Arturo era una persona muy ocupada, un chofer los llevaba todos los días al colegio en un Jaguar verde tan aristocrático como ruidoso, con un regalo para cada uno en el asiento de atrás. Por las noches, los consentía con postres inflados de azúcar y leche que preparaba la cocinera, y fue así como Teresa empezó a confundir malcrianza y desinterés con amor.
       A Teresa su papá la fascinaba y la aterraba en idénticas proporciones. Le gustaba entrar con él a los restaurantes y ver cómo la gente se daba vuelta para admirarlo, pero se le escapaban unas gotas de pis cuando el mozo tardaba en traer la cuenta y Arturo se iba sin pagar, dejando su tarjeta con sus datos; se deslumbraba cuando lo veía salir vestido de frac para ir al teatro y retenía la respiración retorciéndose los dedos cuando lanzaba sus miradas de desprecio, sin decir una palabra. Cultísimo y temerario, Arturo agrupaba a la gente en dos categorías: primates e ilustrados. Despreciaba a los primeros y congeniaba con los segundos. Una vez, Teresa le dijo que lo buscaba un señor en la puerta. Él le respondió: “¿Un señor o una persona?”. Teresa le aclaró que era el jardinero.
       En el último año del secundario de Teresa, una chica nueva entró a su clase. Se llamaba Helena y había sido expulsada del colegio anterior por cometer “un delito penal”. Eso fue lo primero que page3image15057936le contó a Teresa cuando se acercó a ella en el recreo de cemento, con una seguridad apabullante.
       —¿Qué delito? —quiso saber Teresa.
       —Nada grave, una pavada, otro día te cuento. ¿Querés ir a fumar al baño? —le respondió. Fumaba unos cigarrillos finitos y largos que tomaba prestados de un kiosquero amigo.
       Helena era una de esas chicas que la gente no podía dejar de torcer el pescuezo para mirar. Tenía el pelo negro, lacio hasta mitad de la espalda, y unos ojos violetas enmarcados por dos abanicos de pestañas largas que hipnotizaban a hombres y mu- jeres por igual. En realidad, no era el color de sus ojos lo que los cautivaba sino la intensidad de sus pupilas oscuras. Lo que más le gustaba a Teresa de su amiga, sin embargo, era su sonrisa de mil dientes, que la forzaba a subir la comisura de sus labios hacia arriba cada vez que la veía reír de manera tan despreocupada, como si el mundo fuese un carrusel iluminado.
       La casa de Helena, donde vivía sola con su mamá, quedaba a pocas cuadras de la de Teresa, pero del otro lado de la vía, donde las malas hierbas florecían entre los durmientes de quebracho. Su jumper azul marino y sus camisas blancas estaban siempre impecables, igual que sus uñas y sus carpetas, donde nunca anotaba nada. Según aseguraba, le interesaban otras cosas, pero para evitarle problemas, al mes de haber entrado en el colegio Teresa —que era escolta desde primer grado— empezó a completarle los ejercicios inclinando las letras hacia la izquierda para que nadie notase que era obra suya. Sólo una vez, en un trabajo práctico de Física, la profesora les devolvió las hojas con un llamado de atención. La letra era diferente pero la resolución del problema idéntica, así que en el margen de la hoja de Helena, en birome roja, la profesora le dibujó un cero y escribió: “Pereyra copió de Ramos”.
       Después de pasar juntas el día entero en el colegio, que era sólo de mujeres y tutelado por monjas alemanas que criticaban a las hijas de madres extraviadas y padres divorciados cada vez que podían, Helena se iba a la casona inglesa de Teresa, donde se pasaban toda la tarde hablando de chicos y planeando sus salidas de fin de semana.
       Una de esas tardes, mientras tomaban café con leche en unas tazas delicadas, Helena le confesó a Teresa el delito por el que la habían expulsado del otro colegio: durante meses les había vendido anticonceptivos a sus amigas, que le robaba a su mamá del hospital donde trabajaba como ginecóloga.
       —Tenía acceso a las muestras de los laboratorios que mamá guardaba en una cajonera, pero un día una compañera cantó en su casa y a la mañana siguiente la citaron a ella para que diese explicaciones.
       —¿Y para qué querías la plata? —quiso saber Teresa.
       —Para ahorrar, siempre es bueno tener lo propio —le respondió.
       Helena tenía opiniones bien formadas sobre lo que sea, el jazz, el aborto, la revolución rusa, los trajes de dos piezas; podía hablar de cualquier tema sin bajar la mirada más que para tirar la colilla de su cigarrillo. Decía que era una ávida lectora, pero Teresa nunca la vio ni siquiera abrir el diario que llegaba a su casa todas las mañanas junto con el pan y la leche. No importaba; Helena convencía a cualquiera con su actitud, y si no lo hacía, al menos sembraba la duda.
       A mitad de año, después de otra de sus peleas con su mamá, Helena empezó a dormir los viernes y sábados en lo de Teresa, porque decía que en su casa tenían más libertad y podían quedarse en las fiestas hasta tarde, sin que nadie las estuviese esperando con el ojo pegado al rabillo. Arturo estaba lejos de saber qué hacía su hija por las noches y no le importaba a qué hora volviese; le alcanzaba con saber que Teresa se divertía. Antes de salir, las dos pasaban por la biblioteca y se despedían de Francisco y de él, que les deseaba suerte sin entrometerse en sus asuntos.
       Las únicas tardes que las amigas se separaban eran las de los jueves, cuando Arturo pasaba a buscar por el colegio a Teresa con el Jaguar. Estacionado al amparo de una hilera de álamos, esperaba a que su hija saliese y la llevaba a tomar el té a alguna confitería notable.
       Una de esas tardes, Teresa volvió a su casa y encontró a Helena vestida con una pollera floreada que dejaba al descubierto sus piernas de cigüeña, en el cuarto de Francisco. Estaban sentados sobre la cama, charlando airadamente, con los pies desnudos.
       —Qué importa cuánto peso; es cómo preguntarle a alguien la edad para saber si es viejo —escuchó que decía Helena.
       Cuando la vio parada en el marco de la puerta de roble, le sonrió y la llamó.
       —Vení, sentate acá con nosotros. Te estábamos esperando —le dijo, palmando el colchón.
       Teresa se sorprendió más por la incomodidad de Francisco que por la naturalidad de su amiga, que a esa altura se movía por la casa como si fuese propia, y recién entonces se dio cuenta de que su hermano se había enamorado de ella. Francisco era una persona tan transparente que para esconder lo que sentía, su cara se pintó de un rosado pornográfico.
       Teresa se esforzó por no molestar y se quedó charlando con ellos un rato más, hasta que las dos amigas se refugiaron en su cuarto. Antes de apagar la luz, Helena le dijo que Francisco era muy interesante. Nunca antes había calificado a su hermano.
       —Me gustan los hombres más grandes, te lo dije mil veces, ¿no? —y esbozó una de sus sonrisas que chispeaba un dejo de malicia. Teresa no supo qué pensar. Le gustaba la idea de Helena y Francisco juntos, pero también la asustaba. A diferencia de ella, que sólo había salido durante tres semanas con un bizco al que terminó dejando porque no sabía a qué ojo mirar, Helena tenía un historial pesado de amantes. Tener un novio era algo que por el momento no le interesaba. Los chicos eran sólo para ejercitar el cuerpo.
       Después de esa noche en que Teresa encontró a su hermano hablando con Helena, Francisco empezó a pasar más tiempo con ellas. Como él ya era mayor de edad y manejaba, las llevaba en el Jaguar a las fiestas que le pedían y muchas veces bajaba y se quedaba. Algunas noches, Helena le hablaba hasta que se iban, pero otras apenas le dirigía la palabra. Francisco nunca le recriminaba nada.
       Hacia fines de noviembre, los tres suspendieron las salidas y se internaron en la casa de Belgrano. Teresa estudiaba para los exámenes de fin de año, Francisco para los finales de la facultad de abogacía y Helena fumaba más que nunca. Por las noches, Teresa, que cuando estaba bajo presión tenía el sueño ligero, notó que Helena se iba del cuarto y volvía cuando el sol se asomaba, cubriendo el cielo de estrías naranjas. Después, se despertaba bufando.
       Dos semanas antes de que terminasen las clases, Teresa le pidió a Helena que dejara de ir a dormir a su casa, para aprovechar mejor las tardes de estudio. Quería terminar el año con un promedio dorado, para impresionar a su papá. En realidad, no la desconcentraban tanto las tardes como las noches, cuando se quedaba despierta en la negrura, esperando a que Helena volviese a su cuarto, pero no se animó a decirle nada al respecto. Ni a ella ni a Francisco. Todavía no sabía qué pensar de esa relación. Helena no se opuso. Le dijo que le parecía bien, también ella tenía cosas en qué pensar.
       Una semana más tarde, después de rendir Latín, que era la materia que más le pesaba, Teresa vio el Jaguar de su papá a la salida del colegio y se sorprendió. No era jueves. El auto tampoco estaba debajo de los álamos, como siempre, sino en la esquina siguiente, cruzando la calle en diagonal. Más allá de la confusión, la alivió saber que volvía con Arturo; en el horizonte, una cortina de terciopelo gris avanzaba tronando. Cuando se acercó al portón de la salida, ansiosa por juntarse con su papá, una de las monjas la frenó en seco; quería una lapicera para anotar algo detrás de un calendario con la imagen de un santo. Teresa le prestó la suya y esperó una eternidad a que se la devolviese.
       —Gracias y hasta mañana, si Dios quiere —la despidió.
       Teresa apuró el paso hacia el auto detrás de un bosque de colegialas que volvían a sus casas, pero antes de cruzar la calle algo la paralizó: una de sus compañeras abría la puerta delantera del Jaguar y se subía. No le vio la cara, pero solo Helena tenía un uniforme tan prolijo. Por el vidrio de atrás alcanzó a ver cómo le acariciaba el mentón y le daba un beso a Arturo, que un segundo más tarde arrancó como si nada. Teresa sintió que la sangre le helaba el cuerpo en medio de un calor sofocante y que el cielo se quedaba sin aire. Se quedó un tiempo indefinido ahí parada, viendo cómo el Jaguar se alejaba con la liviandad con la que caen las hojas en otoño, mientras en su cerebro un sinfín de imágenes se contorsionaban hacia atrás y se reacomodaban en el tablero de un juego que ella no había entendido. Cuando por fin bajó la mirada, vio sobre la banquina un pedazo de pasto que se moría de a manchas y le sorprendió, una vez más, la facilidad con la que se abandonan las cosas.

***


Independientemente de quién estuviese contando la historia, en este punto frenaban todos y le clavaban la mirada a quien estuviese escuchando para ver su reacción; la gente se escandalizaba primero y al rato, regodeándose en el espanto ajeno, les pedían saber más. La primera vez que me contaron el cuento de Arturo, al llegar a este punto me tapé la boca con la mano y abrí los ojos como un sapo. Y claro, pedí más. Así que a modo de epílogo me explicaron que cuando la madre de Helena se enteró del affaire de su hija de diecisiete años con Arturo, la mandó a un convento en Salta, adonde cinco meses más tarde él la fue a buscar en su Jaguar para llevársela a vivir a su casa. Después de dos años de convivencia, Arturo dejó a Helena y se juntó con otra mujer, con quien vivió hasta su muerte. Teresa se fue a vivir un tiempo a Francia y se casó de grande, cuando ya no podía tener hijos. Francisco nunca se recibió de abogado y se dedicó a navegar por el mundo.

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© Adriana Riva

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Adriana RivaAcerca del autor
Adriana Riva
nació en Buenos Aires, en 1980. Trabajó diez años como periodista. En 2017, publicó su primer libro de cuentos, Angst, por Tenemos las Máquinas; en 2019, publicó la novela La sal y en 2022 el libro de poesía Ahora sabemos esto. Es autora, además, de los libros ilustrados Entre las hojas que cantan, La sartén por el mango, Contar Buenos Aires y Sol mayor. Tiene tres hijas.

 

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