biografía del autor

MiÉrcoles de cenizaMiÉrcoles de ceniza

Fernando Báez

 

 

Consumed by either fire or fire.
 T.S.Eliot, Four Quartets, 1943

 

Todo comenzó, tal vez, con el sonido incesante del teléfono a las seis de la mañana. Alguien quiso decir algo y no lo dijo, o sí, y luego colgaron, con prisa y algo de tenaz ambigüedad. Esther, todavía con el auricular en la mano, vio la cara de su marido Lucio clavada en la almohada y apenas unos cinco minutos más tarde, cuando terminó de frotarse los ojos, lo encontró no sólo de pie sino vestido, afeitado, impecable con su camisa de rayas azules y su pantalón negro de seda, y, sin mayores justificaciones, lo escuchó despedirse, bastante nervioso, no sin advertirle con indiferencia o miedo que iba a ver a su agente literario.
       Esta era más o menos la situación, aunque no era excepcional porque esa misma semana Lucio se había encontrado seis o siete veces con su agente, en reuniones que se prolongaron largas e impenetrables horas, y que, por desgracia, incluyeron salidas extremas y costosas a la zona más lejana de Caracas. Al parecer, la nueva novela de su esposo, que llevaría el titulo de “Los últimos lugares de la noche”, fue aceptada por una editorial de Estados Unidos que estaba dispuesta, según ya se conocía, a pagar un anticipo de 50.000 dólares, y el agente se mostraba nervioso y le pedía a diario que hiciera ciertos retoques en los personajes así como correcciones de estilo que ayudarían a hacer de la obra un texto, en cierta forma, más legible, limpio, sin el contagio de las frases rutinarias, aunque en el fondo el problema era conseguir un best-seller.
       Esther desayunó ese día, miércoles de ceniza, como todos los anteriores, sola y encendió el viejo televisor sin servicio de cable hasta las diez de la mañana.  No vio nada que no hubiera visto antes (la animadora que revelaba los pormenores del interminable caso de pederastia de un sacerdote ruso, la más novedosa forma de reducir peso con meditación, el reciente ataque de un grupo terrorista en Filipinas), y sintió el peso de las horas en su espalda, en parte por el excesivo calor y también debido a que el apartamento era tan pequeño y estrecho que provocaba en ella un permanente sentido de opresión y soledad, lo que fue en aumento con los años tras la instalación de la creciente biblioteca que ya alcanzaba, incluso, hasta la cocina.
       No sabía qué pensar, pero quería estar feliz y, en algún momento, se decidió a revisar los papeles del manuscrito de la novela y compartir, como siempre lo hacía, el éxito de su marido. No era, de ninguna manera, una mera curiosidad. Su emoción era genuina y, por azar, ingenua. Recordó, porque era inevitable, que fue la primera que leyó un escrito de Lucio, cuando él era un fantástico desconocido y ella trabajaba como secretaria de redacción de una revista literaria que se negaba a morir por falta de pautas publicitarias.  Soberbio y descuidado como siempre lo fue, Lucio la invitó a salir y no pagó, como sería su costumbre, pero pasaron una velada completa leyendo juntos los primeros capítulos de un extenso relato que aún no tenía nombre y que se creía que iba a ser la primera novela de Lucio. Fue una experiencia que la transformó y que, dos días después, hizo que llevara al escritor a vivir con ella, con la promesa de que serían ricos y famosos con los libros que él escribiría bajo el estímulo de un hogar sumiso y silencioso.
       Lo cierto es que ni la fama ni el dinero llegaron nunca, pero el matrimonio sirvió como una excusa digna y suficiente y no fue difícil que Esther creyera que el destino literario estaba ligado definitivamente a la pobreza. Un crítico literario, amigo de Lucio, le había señalado en la noche de su cumpleaños número treinta y seis, hacía apenas un año, que la literatura era un camino sin retorno, maldito e indeterminado, lleno de envidias y rencores innombrables, lo que la convenció de algo que no tenía la menor utilidad y le enseñó a entender el carácter imposible de su esposo.
       Por eso, la mayor sorpresa de su vida había llegado justo esa semana y, en particular, ese día, porque se había enterado, por fortuna, que la novela había sido terminada y sería merecidamente pagada por una prestigiosa editorial cuyo solo nombre constituía un triunfo y una justificación de todos sus esfuerzos. Pensó, con un ánimo que intentaba ser alegre, en los excentricismos tolerados, en su propia vida frustrada por un ideal que no le pertenecía, y sobre todo en las horas de olvido que había pasado cuando Lucio se encerraba en su estudio todo un día a escribir ese volumen que cambiaría la historia de las letras y, en el fondo, se dejó sobornar por un instante y se rindió ante la vanidad de haber sido la artífice intelectual de una hazaña semejante. Sin ella, la novela no habría existido nunca y sin ella, Lucio sería un escritor más, un indigente carismático que iría de bar en bar en busca del aplauso intenso de algún desprevenido joven que le declararía su admiración con esa autoridad que produce la confusión a los veinte años.
       Esther revisó las gavetas del escritorio de Lucio, pero no encontró ningún manuscrito. En cambio, se divirtió con una colección de cartas donde Lucio desarrollaba el argumento para despertar la atención de algún editor desprevenido. En otras cartas, el delirio de su esposo le había convertido en el clásico megalómano que ponderaba los libros que iba a escribir y denigraba, en su lugar, de todos los que ya habían escrito los autores de su país. De hecho, en una curiosa misiva de 1996, dirigida a su agente, le indicaba que olvidara todo porque había llegado un nuevo tiempo que él, por supuesto, representaba a plenitud. Como muestra le enviaba un párrafo de su novela, acaso veinte líneas maestras que eran las únicas que élla realmente conocía.
       De forma inesperada, revisó también en el archivo el borrador de notas de la novela y descubrió que era un diario exhaustivo llevado por Lucio en secreto durante todos los años de su relación. El cuaderno era un moleskín cuadriculado, y la letra, que ya reconocía, era delgada, grande y de trazos enérgicos. No quiso ser desconfiada, pero pudo más su anhelo de ir hasta el fondo del alma de la persona con la que convivía, y sin vacilación ni vergüenza se sentó en la sala con el cuaderno y comenzó a leerlo, al principio con risa y, a continuación, con un asco que ignoraba que podía sentir.
       Lucio, indiscreto en sus confesiones, había tomado apuntes sobre el modo en que había usado a Esther para sobrevivir y poder mantener así a una linda jovencita de la Escuela de Letras que conoció en uno de los recitales de costumbre, donde nunca leía nada, pero se jactaba de estar transformando la estructura narrativa desde los tiempos de James Joyce, sin otras pruebas que su franca emoción y su disposición versátil. Una de las entradas, la más próxima, era de un día antes, y contenía una declaración cruel sobre su propia razón de vida:

2004, 2, 4

He seguido con Sasha, y está bien que lo haga. Tengo cincuenta años y ya no voy a escribir más, aunque es cierto que no he escrito nada que valga la pena. Mi labor ahora es encontrar un modo de romper los esquemas de mi vida con Esther, y tratar de que nada trastorne esta maravillosa nueva oportunidad que me ha ofrecido haber descubierto a esta muchacha amable a la que tanto debo. Lo lamento por Esther, pero no me atrevo a decirle nada. Si yo tan solo hubiera tenido algo de dinero…le hubiera dicho todo. Eso es claro, obvio. La gran desgracia de mi vida ha sido recuperar mi pasado tan tarde...

Esther no quiso seguir y desvío la vista del cuaderno, con lágrimas. De pronto, era como si hubiera chocado con un camión a cien kilómetros por hora y creyó haber entendido el engaño del que había sido víctima. Con horror, descifró el misterio de la novela inexistente y que todo lo que había imaginado para su futuro sin hijos era falso, y sintió un dolor terrible y repentino en el estómago, un deseo irrefrenable de vomitar. No encontraba una palabra para describir lo que le ocurría y quiso llamar a alguna amiga, pero las había perdido todas por atender con fanatismo a Lucio. Tampoco podía llamar a su madre ni a su padre, que la habían expulsado por escoger a un intelectual empobrecido como pareja. Ambos, en todo caso y por lo que se había enterado por un hermano que no veía jamás, vivían bajo la miseria más extrema, olvidados y solitarios en un edificio del centro de la ciudad.
       El mundo de Esther se hizo pedazos en una hora y, sin alternativas visibles, sintió un odio total contra Lucio. No tenía idea de qué iba a hacer a su edad, ya envejecida prematuramente, enferma de una alergia que le había arruinado su cuerpo, pero se aferró a su odio como si fuera la única tabla de salvación que le quedaba. En la cocina, caminó durante un largo rato con el cuchillo más afilado que descubrió e imaginó cómo sería matar a su esposo. Nunca fue fantasiosa y, no obstante, desarrolló con habilidad un fervor por el acto que cometería sin escrúpulos. Ya nada le importaba y creía que todo estaba en ruinas, y fue justo en ese momento cuando alzó la vista y miró los libros de la biblioteca, apilados en un perfecto desorden.
       La biblioteca, ciertamente, era el centro de la vida de Lucio. No pasaba un día sin leer y, si bien no había escrito ningún libro, era un lector que podía dedicar un día entero a releer un poema de Pablo Neruda o un cuento de Augusto Monterroso. “Mi alma es esta biblioteca”, le había dicho su esposo el día que trajo los libros a su casa, como únicas pertenencias. No hubo maletas de ropa ni muebles, pero sí una colección de seis mil libros que abarcaban los gustos heterogéneos del hombre al que amaba. Una caja tras otra llegó, al azar, y observó que los paquetes estaban clasificados de acuerdo a un patrón caótico. Entre los clásicos, había podido ver un volumen de Homero o de Paul Auster y otro sobre los hábitos de la gente eficiente así como un texto sobre la visión aristotélica de las franquicias transnacionales.  Con el tiempo, la biblioteca creció porque el dinero de su salario era mermado con frecuencia por la compra de ciertas obras que podrían ayudar a Lucio a adquirir un estilo más firme, y nunca hizo un reproche, aunque tales gastos le impidieron ir, por ejemplo, al médico a atender la alergia que la desfiguraba o adquirir una nueva prenda de ropa. Sin explicación, su matrimonio representó para élla un desastre al que sólo el amor pudo darle sentido.
       Consumida por una rabia que estaba en sus comienzos, Esther, descompuesta, comenzó a arrojar los libros por la ventana y cayeron al jardín, sin contemplaciones. De este modo fueron lanzados los textos de Cervantes, las obras completas de Borges, los poemas de Rimbaud, los tratados de Martin Heidegger, las obras de Sófocles y eso no fue todo. Esther, enfurecida, fue deliberada y cruel y no lo supo hasta ese instante, pero quince minutos después roció todos los seis mil libros con gasolina y los encendió. Algunos vecinos no protestaron por el humo porque pensaron que se quemaba basura y, por el contrario, Simón, el vecino de abajo, se ofreció para prestarle más gasolina. La conserje, aturdida, reconoció en los objetos quemados páginas de libros y se alegró muchísimo porque, según élla, los libros sólo atraían polvo y hongos. 
       A las diez de la noche, la hoguera había finalizado y Esther se tranquilizó. El fuego y las cenizas le devolvieron la paz que perdió, y cuando ya se encerró de nuevo en su hogar, decidió sentarse en la sala, en el sillón marrón pringado y carcomido por las ratas, con la esperanza de recibir a Lucio, quien, por desgracia, nunca llegó.
       Al día siguiente volvió a esperarlo, dispuesta a todo, y se sobresaltó al escuchar que tocaban sigilosamente a su puerta y, decepcionada, supo que era el agente literario. Éste se disculpó, con humildad, con reserva, por no molestarla y le dijo que lamentaba no haberse puesto en contacto, pero que algún asunto se lo impidió y, mirándola a los ojos, le explicó, sin mayores dilaciones, que el motivo de su visita no era otro que notificarle que Lucio, su marido, había muerto la tarde anterior, en un trágico accidente. Le preguntó a élla si sabía dónde había quedado el manuscrito, y ante su obscena indiferencia, optó por quedarse inmóvil con cierta distancia.
       Esther, nerviosa, no quiso dejarlo ir sin preguntarle algo que era definitivo:
       –¿Y cómo murió?
       –El taxi en el que iba a ver a su hija Sasha se volcó y se incendió.
       –¿Sasha? –inquirió, angustiada.
       –Sí, una hija que no conocía de su primera compañera. Se reencontraron hace poco.
       Esther se quedó sin palabras.
       –¿Y el manuscrito de la novela? –preguntó el agente y prosiguió–, Lucio me dijo que lo había dejado detrás de su colección de Henrik Ibsen. ¿Sabe algo de eso? La editorial va a preparar un cheque por la obra.
       El agente esperó una respuesta que nunca tuvo, y, atónito, se retiró sin despedirse mientras Esther cerró bruscamente la puerta y corrió a buscar entre la ceniza que había guardado, cautelosamente, en cajas. No era mucho lo que quedaba, no era nada, pero su locura le hizo pensar que debía revisar sin tregua porque eso era suficiente para justificar lo que había sido y sería su extraña y negada vida.

 

Biografía:
      
       Fernando BáezFernando Báez, ensayista y narrador venezolano, es autor de Historia universal de la destrucción de libros (Destino, 2004) y La destrucción cultural de Iraq (prologado por Noam Chomsky, Octaedro, 2004). Recientemente publicó su primera novela, El traductor de Cambridge (Lengua de Trapo, 2005). En marzo de 2008 aparece su nuevo libro, El saqueo cultural de América Latina.