La madre de Ernesto
Abelardo Castillo
Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había
vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en
todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de
frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue
de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables.
No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es
puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros
o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la
idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo,
atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella
estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El
Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que
alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno.
Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer
piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
¡No!
Sí. Una mujer.
¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien
conocíamos porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras,
inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de
provincias, y luego, en voz baja, preguntó:
¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a
pasar emanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a de aquello que
pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después
pregunté:
¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se
había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los
pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me
acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos
clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
Si no fuera la madre...
No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante
aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió
todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo
mirarlo de frente.
Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una
mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco
traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario
conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a
acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a
dejar que nos dijera eso.
Pero es la madre.
La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una
chancha también pare chanchitos.
Y se los come.
Claro que se los come. ¿Y entonces?
Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con
nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado
juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que
yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos
veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos
nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza
de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces,
puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo quién sabe que, de haberse
tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién
sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos
convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo
eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma
noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
No se lo deben de haber prestado.
A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente.
Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz
extraña, voz de indiferencia:
No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de
diez minutos no viene, yo me voy.
¿Cómo será ahora?
Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la
cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando
íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si
queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
Esto es una asquerosidad, che.
Tenés miedo dije yo.
Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros:
Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre
de alguno iba a ser.
No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era
que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo
estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos
son largos: Preguntó:
¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el
estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
Es Julio dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era
prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también
infundía ánimos.
Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de
los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los
Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando
éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se
pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último
no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y
agregué que por algo se empieza.
¿Cuánto falta?
Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora
eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos
acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el
escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
Al fin de cuentas, es un castigo tu voz,
Aníbal, no era convincente: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea
atorranta.
¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial.
Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
¿Y si nos hace echar?
¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se
haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por
desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún
viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto
último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás
del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos
estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se
sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus
piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una
indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que
tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después
estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa
pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo
dije a los otros:
A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no
hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
Como en misa dijo Julio, y a todos
volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como
cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
¡Mirá si en una de ésas sale el cura de
adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De
la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un
hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con
la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en
blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que
bajaba, Julio pregunto:
¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había
ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados
eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.
Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua
saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la
cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola,
fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía
era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos
quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía
con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma.
Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y
repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y
caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me
acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
Voy yo murmuró Julio, y se adelantó,
resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque
ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por
qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella
nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos
quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con
que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una
expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue
perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente
algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había
pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.
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