El placer de callar
Mercedes Abad
Si aquel día no hubiera lucido un sol
espléndido, acaso Tomás no habría experimentado la tentación de abandonar su mesa de
trabajo, donde la traducción de la última novela de un autor austríaco lo reclamaba,
para salir a dar un paseo.
También es cierto que, si durante los quince días
anteriores, la situación climatológica no hubiera atravesado por un período infernal,
con vendavales, tormentas y aguaceros azotando con furia la ciudad, la tentación de salir
a pasear ahora que por fin hacía un día espléndido no habría sido tan imperiosa.
Tampoco el carácter plúmbeo y a menudo hasta impenetrable del estilo del autor
austríaco debió de ser completamente ajeno al hecho de que Tomás decidiera no oponer
resistencia alguna a la tentación.
Así pues Tomás salió a pasear, contento de que el
mal tiempo se hubiera acabado, y deambuló sin rumbo por calles y callejas deteniéndose a
veces a mirar sin intención de compra algún escaparate que había llamado su atención.
Cuando ya regresaba a casa resignado a reanudar su pugilato lingüístico con el autor
austríaco, Tomás reparó en un billetero tirado en el suelo prácticamente a los pies de
un par de chicos que le daban la espalda. Tomás se precipitó a recogerlo, se retiró
unos pasos, lo examinó y vio que estaba lleno de billetes de cinco y diez mil pesetas.
Enfrascados en su conversación, los dos chicos no
habían reparado en Tomás ni en su gesto. Tomás pensó en la ridícula cantidad de
dinero que quedaba en su cuenta corriente y en lo mucho que le faltaba todavía para
acabar la traducción del autor austríaco y poder cobrarla. Y aunque era plausible que el
billetero hubiera caído tan sólo unos instantes antes y que, por lo tanto, perteneciera
a uno de los dos chicos que estaban delante de él, Tomás no lo había visto caer al
suelo y esta ausencia de conocimiento limpiaba su conciencia con eficacia bactericida. Con
un gesto rápido, se metió el billetero en el bolsillo.
Sí el país no hubiera atravesado por esas fechas una
alarmante crisis política provocada por los escándalos financieros y los casos de
corrupción en que se habían visto involucrados miembros del gobierno, acaso Tomás no
habría reflexionado tanto en los últimos días, de los que había pasado la mayor parte
del tiempo encerrado en su casa a solas con el impenetrable pensamiento del autor
austríaco mientras vendavales, tormentas y aguaceros azotaban la ciudad, acerca de una
materia tan grave como la integridad y la honestidad personales, ni habría manifestado
tan apasionadamente en las reuniones con sus amigos su inquebrantable fe en el ser humano
y la necesidad de volver a ciertos valores éticos, manifestaciones que, por cierto, le
habían valido el aplauso general. Si nada de eso hubiera sucedido, acaso ahora Tomás
habría seguido sin dudarlo un instante su camino de vuelta a casa con el billetero en el
bolsillo. Ajeno a delicados sentimientos de culpa y vergüenza, acaso habría invitado a
cenar a su novia en un buen restaurante aquella misma noche, habría enviado una parte del
dinero a Médicos Sin Fronteras, que no habían podido cobrar la cuota anual porque el
banco había devuelto el cheque de Tomás por falta de liquidez, y por fin habría
emprendido la urgente reparación de las goteras de su diminuto apartamento. Quizás
también habría contemplado la posibilidad de comprar una lavadora que sustituyera a la
vieja, que se había convertido en una fuente incesante de quebraderos de cabeza, y hasta
es probable que se hubiera comprado algo de ropa y el puñado de libros que le apetecían
desde hacía semanas y cuya compra había prorrogado hasta que consiguiera acabar y cobrar
la traducción del autor austríaco. ¿Cuánto debía de haber ahí dentro? ¿Ochenta mil?
¿Noventa mil? ¿Cien mil pesetas? O quizás habría ahorrado aquella inesperada fortuna
para alquilar un apartamento algo más grande que la minúscula habitación donde vivía y
trabajaba y poder irse a vivir allí con su novia.
Los dos muchachos a cuyos pies había encontrado
Tomás el billetero, y que habían estado conversando mientras aguardaban a que el
semáforo para los peatones les diera paso libre, vieron la luz verde y empezaron a cruzar
la ancha avenida. Tomás cruzó detrás de ellos aminorando el paso con la clara
intención de rezagarse. Los observó mientras andaban despreocupados y, para vencer los
vacilantes escrúpulos que su conciencia empezaba a fabricar como una lenta pero peligrosa
secreción, se dijo que tal vez el billetero no tenía nada que ver con ellos. De todos
modos siguió observándolos con el rabillo del ojo y, cuando ellos se disponían ya a
torcer hacia la derecha, Tomás sintió un súbito impulso, comprendió que era un impulso
huidizo y de corto alcance y llamó a los dos muchachos desde lejos. El primer grito no
hizo que se volvieran. Nuevamente, Tomás estuvo tentado de seguir sin más su camino de
regreso a casa, pero volvió a llamar a los dos chicos, más fuerte esta vez. Uno de los
dos muchachos se volvió y el otro lo hizo a continuación. Tomás hizo un gesto
claramente dirigido a ellos y, tras unos segundos de desconcierto, los chicos se acercaron
a él.
-¿Habéis perdido algo? -preguntó Tomás estrujando
el billetero oculto en el fondo del bolsillo de su chaqueta mientras rogaba
desesperadamente a las instancias superiores que los chicos contestaran que no.
Los muchachos tardaron en reaccionar. Estaban
desconcertados y miraban a Tomás con curiosidad.
-Nooo -dijo uno, agitando la cabeza y mirando primero
a Tomás y luego a su amigo.
-No, no -confirmó el otro agitando todavía más la
cabeza.
Tomás pugnó por mantener su rostro en una posición
totalmente inexpresiva. Pese a todo, sintió como su alivio se las ingeniaba para hacerse
visible, o eso le pareció. Notaba como las comisuras de sus labios tiraban hacia arriba
deseosas de componer una sonrisa radiante.
-¿Estáis seguros? -volvió a preguntar, casi
complaciéndose ahora en desafiar el peligro. De repente, estaba de tan buen humor que
habría añadido un «hablad ahora o callaos para siempre» de no ser porque ya los chicos
habían vuelto a decirle que no habían perdido nada.
-Entonces, adiós.
Apenas se había alejado unos metros de los dos
muchachos cuando oyó una exclamación ahogada.
-¡El billetero! -gritó uno de los dos muchachos al
tiempo que hurgaba en los bolsillos de su pantalón y antes de volver de nuevo corriendo
hacia Tomás.
Tomás respiró hondo.
-¿Cuánto dinero llevabas dentro?
-Noventa y cinco mil pesetas -contestó el chico sin
titubear pese a que se había puesto muy nervioso-. ¿Lo tienes tú?
Tomás asintió.
-Compruébalo, por favor. Ahora mismo íbamos a
comprar los pasajes de avión para irnos de vacaciones...
Tomás sacó el billetero y contó el dinero en un
susurro: había exactamente noventa y cinco mil pesetas. Sin añadir palabra y ocultando
su decepción tras una sonrisa caballerosa, le tendió el billetero a su propietario. El
muchacho estaba realmente abrumado; se veía que le costaba trabajo creer en la suerte que
acababa de tener. Su amigo coreó las aturdidas expresiones de agradecimiento como si le
pareciera que una sola voz no bastara para agradecer un favor tan asombroso.
«Soy un tío cojonudo», pensó Tomás emocionado
mientras se dirigía a su casa. «Pobre como una rata pero cojonudo, eso es.» Caminaba
muy ligero de tan contento como se sentía de sí mismo, no sólo a causa del acto de
honestidad realizado sino también por no haberse arrepentido inmediatamente después de
haberlo hecho. Su concepto de sí mismo crecía por momentos y su autoestima gemía de
placer mientras él se repetía mentalmente la escena una y otra vez.
Pero, para cuando llegó a su casa, la
autosatisfacción ya no le bastaba. ¿De qué diablos servía ser un tío tan cojonudo y
haber hecho lo que acababa de hacer si sólo lo sabía él mismo, exceptuando, claro
está, a dos desconocidos de quienes jamás volvería a tener noticias y de quienes jamás
obtendría nada que no fuera lo que ya tenía, es decir, las confusas y atropelladas
muestras de agradecimiento de que lo habían hecho objeto?
De pronto, sintió la apremiante necesidad de
contárselo a alguien y subió de dos en dos las escaleras de su casa para precipitarse
cuanto antes sobre el teléfono.
Si su novia hubiera estado en casa en aquel momento y
nada le hubiera impedido coger el teléfono, Tomás le habría contado lo sucedido sin
dudarlo un instante, quizás sin hacer excesivo hincapié en su honestidad, fingiendo
incluso tomarse por un tonto, para dejar que ella llegara por sí misma a la conclusión
de que su novio era un tipo cojonudo, un tipo realmente digno de confianza. Pero Ingrid no
estaba, mala suerte. Tomás marcó a continuación el número de Andrés, pero fue el
contestador de su amigo el que cogió la llamada.
Estaba tratando de decidir a qué otra persona podía
contarle la historia cuando su puntillosa conciencia arremetió contra él reprochándole
con aspereza su falta de elegancia y su hipocresía. Tomás tragó saliva y soltó el
teléfono como si su simple contacto hubiera podido contagiarle alguna clase de peste o de
lepra. Se daba perfecta cuenta de que contar lo sucedido habría sido vergonzoso, más
vergonzoso e indigno que haberse quedado con las noventa y cinco mil pesetas del
billetero. Al fin y al cabo era el azar quien había puesto esa suma de dinero en sus
manos, lo cual no equivalía en modo alguno a robarlo. Además, sus aprietos económicos
habrían sido una circunstancia atenuante. Lo que sí era injustificable y repulsivo era
tratar de rentabilizar de una forma u otra un arranque de bondad, un impulso altruista y
solidario.
Ahora Tomás se dijo que era una suerte que ni Ingrid
ni Andrés estuvieran en casa cuando los llamó. En lo sucesivo sólo él sabría que era
un tipo cojonudo, si es que lo era, porque aquella tentación de exhibir lo que había
hecho arrojaba sombras y dudas sobre su honorabilidad. Claro que lo realmente importante
era haber vencido la tentación porque ¿qué clase de bondad es la que jamás se ha visto
tentada a extraviarse?
Sí, pensó Tomás; podía acariciar en privado la
emocionante certeza de su integridad y de la prodigiosa coherencia de sus actos y sus
convicciones, porque había demostrado que podía recorrer victorioso la distancia entre
sus dichos y sus hechos, pero no era lícito contarle a nadie la anécdota del billetero.
Sin embargo, las ganas de contar la hazaña
persistieron por mucho que Tomás estuviera convencido de la inconveniencia de hacerlo.
Trató de olvidar el asunto enfrascándose en la traducción, pero le resultaba imposible
orientarse a través del intrincado laberinto, plagado de trampas, falsas puertas y
recovecos, que era el pensamiento del autor austríaco. Decididamente, no podía
concentrarse.
A las siete de la tarde todavía no había traducido
una sola línea y estaba de un humor de perros. El sonido del teléfono lo hizo brincar en
su silla y tuvo que dominar una incipiente taquicardia antes de coger el aparato. Era
Ingrid, que llamaba para proponerle que cenaran juntos. Pero Tomás tenía tanto miedo de
ser incapaz de callarse su historia si se veían esa noche que echó mano de la primera
excusa que le pasó por la cabeza. Cuando se despidió de él, el tono de Ingrid era el de
quien acaba de oír una excusa que le parece, como mínimo, peregrina.
Esa noche Tomás no pudo conciliar el sueño. Varias
veces a lo largo de la noche se levantó con la firme intención de llamar a Ingrid y
contarle la historia para acabar de una vez por todas con el asunto. Pero durante el corto
trayecto entre la cama y el teléfono sus impertinentes escrúpulos volvían a asaltarlo.
Pensó que su obsesión remitiría tarde o temprano,
pero no sólo no mejoró, sino que empeoró perceptiblemente en los días que siguieron al
hallazgo del billetero que el inocente azar había puesto en sus manos. Tomás empezó a
darse cuenta de que siempre se había esforzado en ofrecer ante los demás la imagen de un
tipo cojonudo y que con ese propósito se las había ingeniado para darle una publicidad
tan constante como solapada y artera a sus pequeños gestos solidarios. Si le prestaba
dinero a alguien pese a estar él mismo apurado, si apoyaba una causa perdida de antemano,
si se sacrificaba por alguien, si sin cesar mantenía posturas éticamente correctas, era
sobre todo debido a ese afán de conseguir el estatus de tipo cojonudo y de gozar de las
incontables ventajas que de él se derivaban. Toda su vida le pareció de pronto un fraude
repugnante, la abominable impostura del rey de los fariseos. Estaba más corrompido que el
delincuente más falto de escrúpulos pero, así como el delincuente es a menudo
castigado, él conseguía laureles mediante sus mezquinos trapicheos. Su deshonroso
comercio con sus supuestas virtudes lo equiparaba a los traficantes de armas o de drogas.
Un camello era, sí señor, un camello cuya mercancía era una pretendida rectitud moral.
Se daba tanto asco que suspendió casi por completo el
trato con el mundo exterior. Amén de que así eliminaba todo riesgo de acabar contándole
a alguien el episodio del billetero.
Después de desalentar a Ingrid durante más de dos
semanas con sus excusas absurdas para no encontrarse con ella y sus constantes y
deliberadas brusquedades cuando hablaban por teléfono, ella rompió su relación. A
Tomás se le hizo pedazos el corazón pero también se alegró porque ya no corría el
menor peligro de seguir manteniendo su impostura ante ella y porque el hombre a quien ella
había querido era tan sólo una fabulosa invención. Y ya era hora de que empezaran a
lloverle palos al farsante.
El segundo palo no tardó en llegar. Como Tomás no
avanzaba lo más mínimo en su traducción del autor austríaco, el editor, tras
apremiarlo repetidamente en todos los tonos posibles, consideró roto su contrato a todos
los efectos.
El tercero llegó un mes y medio después cuando su
casero lo desahució sin piedad por no haberle pagado la suma correspondiente al alquiler
de los últimos meses. Como compensación, el casero se quedó con las escasas
pertenencias de Tomás: el ordenador comprado a módicos plazos, el equipo de música
adquirido mediante el mismo procedimiento, los compacts, las cintas, los discos y los
libros. También se negó a devolverle a Tomás su cepillo de dientes, negativa que a
Tomás le pareció muy poco higiénica, si bien la encajó con impecable deportividad.
El cuarto golpe fue de índole metafísica. Al poco de
ser desahuciado, Tomás recibió una inesperada herencia de un pariente lejano que murió
intoxicado tras ingerir accidentalmente una amanita faloide. Para Tomás fue un auténtico
suplicio quemar el total de la cantidad recibida en el interior de la sucursal de La Caixa
donde dormía cada noche tras haber sido desahuciado. Mientras les prendía fuego a los
billetes heredados, se atormentó lo indecible pensando en lo mucho que habría gozado en
otra época repartiendo aquel dinero entre sus amigos y recogiendo más tarde los frutos
de la autoridad moral que ese gesto le habría otorgado.
Y habría quemado hasta el último de esos billetes de
no ser porque tres agentes de la policía interrumpieron prematuramente su fiesta del
fuego llevándose a Tomás a rastras a la comisaría más cercana.
Tomás pasó tres días con sus respectivas noches en
la cárcel por alteración del orden público, vandalismo, piromanía y pernocta indebida
en un recinto privado. Y aún tuvo suerte de que la falta de aseo personal y la
consiguiente propagación de olores fétidos no estuvieran contempladas por la Ley.
Pero cuando salió de la cárcel, Tomás era un hombre
nuevo y casi podía tocar la felicidad perfecta con la punta de sus dedos. No obstante, se
daba cuenta de que todavía le quedaba un largo trecho por recorrer en su camino hacia la
pureza absoluta.
La primera vez que esperó a Ingrid delante de su
casa, semioculto detrás de un kiosco, para seguirla luego furtivamente y atracaría en un
oscuro callejón después de haberla amenazado con una pistola, consiguió birlarle
treinta mil pesetas. Pensó que era un buen comienzo.
Con Andrés tuvo menos suerte porque el pobre no
llevaba más que cuatro mil pesetas encima y una tarjeta de crédito caducada, así que lo
obligó a desnudarse pistola en mano y, haciendo caso omiso de los ruegos de su
estupefacto amigo, se llevó toda su ropa, una caja de condones que tenía en el bolsillo
de la americana, un mechero recargable, un paquete de Camel, papel de fumar, una china
diminuta que sólo alcanzaba para un porrito y un puñado de chicles de menta sin azúcar.
A Andrés siempre le había gustado cuidar la línea, pensó Tomás.
Por supuesto ése fue sólo el principio, porque
durante los siguientes meses Tomás no hizo otra cosa que atracar continuamente a sus
amigos y someterlos a toda clase de disparatadas vejaciones. Durante un tiempo ellos se
resistieron a denunciarlo a la policía; estaban convencidos de que había perdido el
juicio; al principio le ofrecían su ayuda y le sugerían que visitara a un especialista
en desarreglos mentales, aunque no por ello dejaba Tomás de encañonarlos con su pistola
para sacarles todo lo que llevaban encima. El se burlaba con saña de sus amigos y
redoblaba su crueldad al verlos hacer gala de sus buenos sentimientos.
Meses después, deteriorados ya los buenos
sentimientos, sus amigos acordaron por absoluta unanimidad denunciar a Tomás a las
autoridades competentes, de forma que Tomás empezó a entrar y salir de la cárcel a
intervalos regulares. En cuanto pisaba de nuevo la calle volvía a perseguir
implacablemente a sus amigos; su decisión era tan firme que sus frecuentes estancias en
la cárcel no hacían sino alimentarla y fortalecerla. Le gustaba su nueva vida. En
realidad no recordaba haber sido nunca tan feliz como ahora. Su corazón estaba limpio de
falsedades. Era un ser puro y no tenía nada que reprocharse.
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