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Author Bio

STEPHEN G. EOANNOU

COCHES DEPORTIVOS

Original English


Me cuesta dormir.

Las noticias me quitan el sueño: otro bombardeo en Iraq, la reaparición de los talibanes en Kandahar, más atentados en Faluya.

Mi mujer tampoco puede dormir.

—Ya está otra vez —dice Maureen, acostada a mi lado.

—¿Bin Laden? —pregunto, tensando los cuádriceps, bombeando sangre a los músculos—. Ya lo atrapamos.

Se apoya en un codo. 

—Scotty —me responde—, el vecino.

Aguzo el oído en dirección a la ventana y oigo el estruendo de los coches delante de la casa; son los mismos que aparecen cada noche llenos de jóvenes: un Cutlass con una liga del baile de graduación colgada del retrovisor; un Chevelle azul con unos rugientes tubos de escape con resonador; y un Camaro destartalado con los paneles laterales imprimados en negro.

Son deportivos clásicos, el tipo de coches que a mi hermano Gregg y a mí siempre nos han gustado.

—Todas las noches lo mismo —dice Maureen.

Scotty y sus amigos aceleran los motores antes de apagarlos y llenan la noche de un humo que se cuela por la ventana de nuestro dormitorio. A continuación, oigo golpear las puertas de los coches y risas. La puerta mosquitera de Scotty da un portazo y otro y otro hasta que todos entran en la casa; y luego empieza la música, con el volumen no lo bastante alto para identificar la canción concreta pero sí lo suficiente para que oigamos el retumbar de los bajos.

—Es el colmo —añade.

Aparta la sábana de una patada, se levanta y cierra la ventana. Le he pedido mil veces que haga pesas conmigo en el garaje, pero siempre sacude la cabeza y me mira raro. Piensa que estoy loco porque me paso todo el tiempo libre entre neumáticos viejos, el cortacésped y las herramientas de jardinería, levantando sin supervisión más peso del que debería.

Esos esfuerzos ya dan frutos. Estoy más en forma que nunca, preparado para cualquier cosa que se nos venga encima.

—Estoy harta —se queja, mientras vuelve a la cama—. Los coches, la música, los gritos cuando por fin se van. Y estoy segura de que alguno se ha meado en las flores. Las rosas apestan a orina.

—Vamos, Mo. Nosotros también salíamos de fiesta cuando éramos jóvenes.

—No todas las noches. Ya está bien, Tom. —Hace una pausa, e imagino los engranajes chirriando en su cabeza—. Quiero que hables con él mañana.

Permanezco en silencio, flexionando los cuádriceps, intentando identificar la música que llega de casa de Scotty.

—¿Me has oído, Tom? Tienes que hablar con él.

—De acuerdo.

—Es que esto es de locos. No consigo dormir nada, ¿y tú?

—Tampoco —respondo, y pienso en insurgentes, coches bomba y artefactos explosivos—. Son jóvenes, Mo. Déjalos que lo sean mientras puedan.

—Explícale la situación, Tom. A ti eso se te da bien —dice, y ojalá fuera cierto.

Se da la vuelta y se aparta de mí.

No había cruzado una palabra con Scotty más allá de un hola desde que volvió a la casa. El verano pasado, un conductor borracho mató a su madre. Murió en el acto; la noticia salió en el periódico. Scotty se fue a vivir con su padre en algún lugar de las afueras, pero su padre tenía otra mujer, otra vida y unas gemelas.

 

Fue por esa época cuando me monté el gimnasio en el garaje. Hice mi propio rack de sentadillas, un banco de bíceps y le compré un juego de pesas olímpicas a un tipo que se iba a Parris Island. Anclé una barra de dominadas en la pared y empecé a leer revistas de culturismo llenas de tipos tan musculados que parecían caricaturas. Al menos una vez a la semana me medía distintas partes del cuerpo, y fue por entonces cuando Maureen empezó a cuchichear con su madre por teléfono.

La casa de Scotty permaneció vacía junto a la nuestra. Nadie despejó el camino de entrada ni la acera en todo el invierno; y, esta primavera, al derretirse la nieve, quedaron al descubierto las hojas que no se habían rastrillado el otoño anterior. El césped llegaba hasta los tobillos cuando Scotty apareció para cortarlo. La semana pasada cumplió dieciocho años y volvió a la casa. 

Las fiestas empezaron poco después.

Para entonces, ya me había transformado.

Tengo el cuerpo firme y musculoso, con el tronco en forma de triángulo invertido. Llevo el pelo muy corto para que la cara parezca más ancha y el cuello más grueso. Las venas de los brazos y del pecho se me marcan como mangueras de bombero. A veces siento que podría agarrar la casa entera, con Maureen y con todo, y arrancarla de los mismos cimientos.

 

A la mañana siguiente, estoy en la cama flexionando varios grupos de músculos, calibrando el dolor causado por el entrenamiento del día anterior. Oigo a Maureen moverse por el baño, tarareando en voz baja. De pronto reina el silencio y un instante después la puerta del baño se abre despacio.

—¿Esto es tuyo? —pregunta desde el umbral.

Asiento, porque reconozco de inmediato la bolsa de plástico.

—¿Qué es todo esto? —pregunta mientras se me acerca y vacía la bolsa en la cama—. ¿Jabón antibacteriano? ¿Un kit de cera? ¿Cuchillas? ¿No irás a...? ¿Te vas a depilar las piernas?

—Y el pecho y los brazos —respondo—. Me parece que en la espalda no tengo, ¿no?

Me pongo boca abajo.

—¿Por qué? ¿Por qué vas a hacer algo así, Tom?

—Todos los culturistas se depilan —respondo, dándome la vuelta hacia ella—. No quiero que el vello me tape todos los músculos y las venas. Quiero que ellos vean con quién se están metiendo.

Me levanto de la cama y empiezo a guardarlo todo en la bolsa.

—Ellos, ¿quiénes? ¿Quiénes son ellos, Tom?

—No te preocupes por ellos, yo te cuidaré.

La beso en la mejilla al pasar a su lado camino del baño.

Mientras cierro la puerta, la oigo marcar.

Coloco el contenido de la bolsa en el lavabo. La cuchilla me parece más sencilla que la cera, así que empiezo por los brazos y solo me corto una vez cerca del codo. Cuando termino tengo la piel más suave y los brazos parecen más gruesos, más musculosos y más intimidantes. Me he depilado solo hasta la muñeca, pero el contraste entre los brazos suaves y los nudillos velludos queda raro, así que me afeito el dorso de la mano y los dedos antes de seguir con los muslos.

Maureen llama a la puerta del baño.

—Tom, ¿estás bien?

Me miro las piernas. Están enrojecidas e irritadas; un hilo de sangre se escurre por el tobillo izquierdo hasta el talón.

—Estoy bien, cielo —respondo mientras me enjabono el pecho.

—Voy a hacer la compra, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Sobre todo, no te olvides de hablar con Scotty.

—Ya me encargo. —Me quito un franja de vello del pecho con un movimiento decidido—. Cuenta con ello.

 

El Camaro está aparcado en el camino de entrada; todavía se está enfriando y produce ruidos metálicos mientras cruzo mi césped en dirección a la casa de Scotty. Los neumáticos del Chevy están completamente lisos, y una fisura atraviesa el parabrisas. Hay unas pinzas de arranque enredadas en el asiento trasero. Me dirijo a la parte de atrás de la casa y echo un vistazo por la puerta mosquitera. Hay cajas de cerveza apiladas junto a la nevera, una caja de pizza abierta en la encimera y unas bolsas de basura llenas hasta reventar junto a la escalera del sótano, a la espera de que alguien se las lleve. Desde lo profundo de la casa, oigo a los Doors.

Llamo a la puerta pero nadie contesta, así que llamo más fuerte. La música se detiene y oigo pisadas que suben desde el sótano. El amigo de Scotty, el dueño del Camaro, aparece en la puerta. Ya lo he visto antes. Lleva un chaleco negro de cuero sobre una camiseta negra de Megadeth con unas letras rojas que gotean. Tiene el pelo liso y largo hasta los hombros.

Abre los ojos con sorpresa al verme.

—Hola.

—Hola —respondo—. ¿Está Scotty?

—Voy a ver —dice, y baja al sótano—. Es el tipo raro de al lado —oigo que añade.

Hablan en voz baja, y luego el muchacho vuelve.

—Dice Scotty que bajes.

Descorre el pestillo y se aparta lo justo para darme paso. El olor a cerveza derramada y marihuana se hace más intensoa medida que bajo las escaleras; las patatas fritas crujen bajo mis pies. Hay pósteres (Janis, Jimi, Jim Morrison) colgados en las paredes del sótano. El suelo está lleno de botellas y latas de cerveza vacías. Scotty está sentado sin camiseta en un sofá de piel hundido, con la barriga que le sobresale por encima de las bermudas hawaianas. Los fluorescentes del techo se reflejan en sus gafas redondas a lo John Lennon.

—Señor Mastoris —farfulla y señala con la cabeza un puff en un rincón—. Siéntese. Éste es CJ.

Saludo con la cabeza al muchacho del chaleco negro, que se sienta en el último escalón. Me hundo en el puff con las rodillas a la altura de la barbilla.

—¿Le apetece tomar algo? —pregunta Scotty, y mira a CJ. 

Se echan a reír, ya van fumados. Despertarse y colocarse. 

Sonrío, sacudo la cabeza y señalo los pósteres. 

—Aquí faltan fotos de supervivientes. Estos tipos no lo consiguieron.

Break on through, hermano —dice CJ—. Un día iremos Scotty y yo a París a visitar la tumba de Morrison. ¿Has ido alguna vez?

Niego con la cabeza.

—Nunca he estado en Francia. 

—¿Dónde has estado, además de Iraq?

—CJ —dice Scotty, reprendiéndolo.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que he dicho?

—Tampoco he estado nunca en Iraq. No he estado nunca en el ejército.

CJ fulmina a Scotty con la mirada.

—Tú me lo dijiste, hermano. Me lo dijiste que había estado.

Scotty se encoge de hombros, con las pupilas como platos tras las gafas de John Lennon.

—¿De dónde has sacado que había estado en Iraq? —le pregunto.

Scotty se remueve en el sofá y hace crujir el cuero.

—No lo sé.

—Me lo puedes decir. No me voy a enfadar.

Se echa a reír, sacude la cabeza y mira a su amigo en busca de ayuda.

—Bueno, a ver —empieza CJ—. Tienes el coche lleno de pegatinas de la guerra y, además, haces cosas medio raras.

—¡Oye, CJ! —exclama Scotty—. No te pases.

—Me lo ha preguntado, ¿no? —CJ se dirige a mí—. ¿No me lo has preguntado?

Me miro las piernas, irritadas y con costras donde me he cortado.

—¿Qué hago que sea raro?

Scotty empieza a balancearse hacia delante y hacia atrás.

—No sé —dice CJ y se calla un momento—. Le hablas al periódico.

Scotty se echa a reír sin dejar de balancearse.

Sonrío.

—¿Que hago qué?

—Le hablas al periódico. Te vemos todos los días. El repartidor te lo lanza al porche, sales, te sientas en los escalones de la entrada y te pones a leerlo. Entonces te tiemblan las manos y te oímos que le hablas. A veces tiras las hojas y te pones a dar vueltas por el jardín, le das patadas al césped. Pero luego vuelves, lo recoges y haces lo mismo una y otra vez hasta que te lo acabas de leer. Después te metes en el garaje y empiezas a levantar pesas, a gruñir y a darle a las mancuernas. Es gracioso.

—Sí que es gracioso, señor M —dice Scotty—. No se ofenda, pero es muy gracioso.

Se ríen los dos.

—Sí que debo de parecer bastante raro —digo, pensando que podría levantarlos a los dos y estamparlos el uno contra el otro por encima de mi cabeza si hiciera falta. 

—¿Así que no ha estado en Iraq? —pregunta Scotty—. Todos los colegas creen que tiene un cajón lleno de medallas, armas y cosas así. Todos le tienen miedo.

No tanto como para dejar de mearse en las rosas de Maureen, pienso. Aunque digo:

—No. No he estado nunca en Iraq. Gregg, mi hermano pequeño, sí que estuvo. No era mucho mayor que vosotros cuando se alistó. Intenté quitárselo de la cabeza, pero él ya lo tenía decidido. —Me vuelvo hacia CJ—. Se le caería la baba si viera tu Camaro.

—¿Ah, sí?

—Empezó a trastear con los coches desde muy joven. El tuyo sería un reto para él. Lo arreglaría, le pondría unas buenas llantas de aleación en las ruedas de atrás o un alerón. Tendrías que ver las fotos del antes y el después del GTO que apañó.

—¿Descapotable o con el techo rígido? —pregunta CJ desde el escalón, inclinándose hacia adelante.

—Un dos puertas de techo rígido. Rojo cardenal.

—¡Vaya! —CJ me sonríe.

Asiento con la cabeza.

Sacaba unas notas muy malas y siempre andaba metiéndose en líos, pero se le daban bien las herramientas. Ese Pontiac viejo que te digo ni siquiera lograba arrancar cuando lo compró. Le dije que iba a tirar el dinero, pero Gregg nunca me hacía caso. Estuvo trasteando en él sin parar. Incluso le apañó él mismo la carrocería. Hace un poco de ruido, pero es una preciosidad ahora.

¿Y crees que le podría echar un vistazo a mi Camaro? Para darme algunas ideas, vamos.

No.

¿No se lo puedes preguntar? A lo mejor dice que sí.

Sacudo la cabeza.

—Aprendo rápido, amigo. Solo necesito que alguien me enseñe. 

—Gregg está muerto. 

Scotty se balancea más deprisa.

—Lo mató una bomba colocada en la cuneta de una carretera a las afueras de Basora. Uno de los tipos de su unidad, un joven llamado Tyler de Wyoming, sobrevivió a la explosión y me escribió. Me dijo que un minuto antes iban conduciendo, riéndose de algo, y de pronto oyó un pequeño estallido, y luego oscuridad. Hubo muchos gritos, pero no creía que fueran de Gregg. Tyler quedó cubierto de sangre y aceite de motor. Qué raro ¿no? Aceite de motor. Nunca pensé que pudiera pasar eso, pero supongo que tiene lógica. Gregg,en cambio, no se manchó de aceite, lo cual es paradójico porque siempre iba cubierto de grasa cuando estaba en casa liado con sus coches. Salió lanzado a dos metros del vehículo y le cayeron encima los doscientos cincuenta kilos de la torreta del cañón. Tyler cree que murió en el acto; seguramente no llegó a saber qué lo había alcanzado. Pero cualquiera sabe.

Oigo la respiración pesada de Scotty y el silbido que hace su nariz al soltar el aire.

—¿Cuándo? —pregunta.

—Hará un año.

—Es cuando murió mi madre.

—Pasó justo después.

Scotty se hunde en el sofá, como si se estuviera deshinchando. A lo mejor se imagina a sí mismo y a CJ dentro de un vehículo blindado o patrullando a piepor un mercado iraquí. De repente, un pequeño estallido o posiblemente una explosión muy fuerte, como la que es capaz de derribar todos los puestos y las casas vecinas.

A lo mejor se imagina a CJ partido por la mitad o aplastado por la puta torreta de un tanque y se da cuenta de que si eso ocurriera no se volverían a pasar nunca más cervezas ni porros entre rugidos de coches deportivos. O a lo mejor sólo piensa en su madre y en que, por más que le llene todas las noches la casa de gente y música, el lugar sigue pareciendo vacío.

Estando sentado ahí en el puff, una cosa era segura. Había contado una historia real, una historia que podían leer en el periódico, y la crudeza los asusta. Los dos se agitan inquietos;sus ojos miran a todos lados salvo a la cara del otro. Me doy cuenta de que no les gusta la sensación de impotencia que los embarga. Como yo, quieren algo sólido a lo que aferrarse, algo que les transmita seguridad y control.

CJ y Scotty no son malos chicos.

Sólo están perdidos.

Necesitan a alguien que haya vivido y sepa cómo funcionan las cosas, alguien que esté con ellos y los ayude a encontrar su camino. ¿Quién está más cualificado que yo para salvar a esos muchachos? Esta vez, pensaría en todos los argumentos correctos. Daría con ese único argumento convincente que los mantendría por el buen camino.
            Esta vez, lo haría bien.

Señor Mastoris dice Scotty, mientras alarga el brazo y enciende el equipo de música—. ¿Para qué ha venido?
            Mientras la música me hunde cada vez más dentro del puff, tenso los músculos, pienso en Maureen y en esos muchachos, pero no acierto, ni por asomo, a recordarlo.

© Stephen G. Eoannou    

© of the translation: its authors

Sobre la traducción
Versión coordinada por Juan Gabriel López Guix en el marco de un taller en línea organizado por el Centro Internacional Antonio Machado en octubre de 2023. Participaron con entusiasmo en la traducción del relato, desde Inglaterra, Colombia y España, Elisa Cristóbal, Maite González Collazo, Sandy Hurtado Gómez, Reyes Juberías, Esmeralda Valera e Isabel Vaquero García de Yébenes.Agradecemos a Celia Filipetto, recién galardonada por el Ministerio de Cultura de España con el Premio Nacional de Traducción al Conjunto de la Obra 2023, su lectura de la versión final y las sugerencias aportadas.

ORIGINAL ENGLISH

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