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Author Bio

ERNESTO ESCOBAR ULLOA

JUEGOS FLORALES

 

No supe por qué de repente comenzó a incomodarme que me llamaran Martín. Ellos se llamaban por los apellidos pero eran tal como eran, yo no podía ser yo mismo si me llamaban Martín. Yo no era yo mismo casi nunca. Andaba aparentando tener más de lo que realmente tenía: autoconfianza, seguridad, estabilidad emocional. Como te digo, se bajó Mercado y a la primera que me llamaron Martín voy y les digo ese no es mi nombre, llámenme Zero, nadie me llama Martín. ¿Por qué lo hice? No sé.
       Pero tu pata te llamaba Martín, dijo Ruiz.
       Justamente por eso, dije, porque no era mi pata, mis patas me llaman Zero.
       Creíamos que era tu pata, dijo Muñoz.
       Pata lo que se dice pata no, es sólo un compañero del colegio, nos encontramos en el puente de casualidad.
       ¿Y por qué te llaman Zero?
       Era de cajón que preguntarían. De nuevo otra vez a omitir, censurar y maquillar la historia de siempre, que seguro tú no sabrás y querrás que te cuente pero te la contaré antes de que te despiertes y así no me jodes con preguntas.
       Martín es mi apellido, les dije. Mi nombre es Ezra. Pero nadie me llama Ezra. Todo el mundo me llama Zero.
       Todo comenzó al mudarme y cambiar de colegio. De pronto me convertí en lo que más temía: en el nuevo. Me hallé en el lugar que más me aterraba: el centro de atención. El primer día de clases, no bien escuchan pasar lista, lo primero que se cuchichean mis compañeros es que tengo nombre de mujer. Sudando frío los escucho. Salgo al primer recreo y sin haber agarrado confianza con nadie, empiezan a llamarme Elsa, Elba, Emma, Eva, que es a lo que les suena Ezra. Pasan los días y alguien, no sé si por apiadarse de mí o por convertir a la mujer en marimacho —creo que más bien por lo segundo— suplanta la a por una o y le sale de la boca Ezro. Comienza un juego que consiste en mover las letras de lugar, para llamarme Orze, Roze, Zore, Rezo, hasta que uno dice Zero y el cague de risa pega un frenazo. Parecía que hubieran descubierto la guillotina y cien nuevas víctimas para probarla. O mi verdadera identidad. El proceso completo no habría durado ni un bimestre. A los dos o tres años llegó otro nuevo y entonces descubrí lo poco común que era la novedad en ese colegio de mierda, donde casi todos llevaban juntos desde el nido —lo que acá llaman parvulario— y año tras año se reencontraban las mismas caras en las mismas aulas, y a veces después de clases, en los mismos barrios. Ésa fue mi experiencia. Mis nuevos vecinos resultaron siendo todos compañeros de patio y a veces de aula.
       ¿Qué colegio era?, preguntó Ruiz. Mercado había respondido a esa pregunta pero no sólo Ruiz no se acordaba, no se acordaba nadie, yo tampoco. Dorian Gray, dije por decir algo que me sonara. Menos mal que en esa época no había Google para ponerse a comprobar nada. ¿Así se llamaba?, dudó Muñoz. Quise decir Oscar Wilde, pero ya, qué mierda. Sí, dije, así se llamaba. ¿Y está cerca de tu casa? ¿En qué barrio?, preguntó Quispe con esa inteligencia siempre alerta para sacar información.
       En Surco, dije. Surco es tan grande que no significa nada decir que algo queda en Surco, hay tantas clases sociales en este distrito como en todo el Perú. No les expliqué que me agarré a patadas y puñetazos con todo aquel que me fastidió por mi nombre, infatigablemente, durante semanas. Tampoco les conté que no veía las horas de zafarme de Zero, lo que me estaba siendo materialmente imposible. Al principio había sido mejor evidentemente que cualquier nombre de chica y luego, con el tiempo, adquirió cierto charm, tú sabes, excen­tricidad, que es muy importante cuando no eres muy especial en nada. Pero a los quince, dieciséis, empiezas a querer crecer, a dejar atrás al niño, a usar un nombre presentable. Pero a quien me hubiera presentado como Ezra, fuera del sexo que fuera, de la edad que fuera, si acababa conociendo a alguien de mi entorno automá­ticamente dejaba de llamarme Ezra, por Zero, que le hacía mucha más gracia. Hasta en los campos de fútbol pasaba. Me presentaba como Ezra ante el árbitro y luego el tipo escuchaba ¡Zero, acá! ¡Zero, pásamela! ¡Zero! ¡Zero!; y cuando menos me lo esperaba, acercándome con las manos atrás, Zero, a la próxima lo boto, ¿me ha oído? No se lo vuelvo a repetir, roja directa, fair play. Huevadas que decían los árbitros para que no se les escaparan los partidos de las manos. A eso jugábamos nosotros, a que se les escaparan de las manos y a rom­perles las pelotas. Pero eso te lo contaré más adelante.
       Fue llegar a España, donde nadie me conocía, y por fin empezar a usar mi nombre. Ni yo mismo imaginaba que año y medio después de ese viaje a Puerto Fiel em­pezaría a ser Ezra. Pasados los años, ahora siento que soy dos, Ezra acá, Zero allá. Totalmente reconciliado con Zero, lo asocio a lo que te marca de por vida. De hecho, ahora me gusta.
       ¿Y de dónde salió Ezra?, preguntó Muñoz.
       Espera, dije, aguanta, no les he contado que mi nom­bre completo es Ezra Martín Yauri. Mucha gente cree que Ezra Martín es una especie de nombre compuesto, pero Martín es mi primer apellido, Yauri el segundo. Por cierto, ¿conocen a Martín Yauri? Es un pez gordo de la corte suprema, se llama igual que yo, sólo que Martín es su nombre y Yauri su primer apellido. Quién me hubiera dicho que el equívoco me salvaría la vida una vez en la universidad. Supongo que esa historia también te la tendré que contar después.
       —Todos los días dices lo mismo —comenta Aurora, temblando al parecer de frío. Pero no hace frío.
       En el colegio llamabas por el nombre a los amigos y por el apellido a los conocidos, por eso Mercado me llamaba Martín. En los partidos, si me tocaba ser capitán porque el primer capitán había sido expulsado o sustituido, el árbitro me decía: Apellido, señor, no nombre. Ya se lo he dicho, señor, Martín. ¿Y su nombre? Ezra. ¿Qué clase de nombre es ése?
       Hace un rato han venido los doctores y me he tenido que marchar a dar una vuelta. Cerca de la clínica he descubierto una pizzería que tiene buena pinta. Cuando he vuelto me han dicho que mejor me fuera a casa, que la paciente necesita descanso. Luego ha entrado otro doctor y me ha preguntado si quiero quedarme, no ve ningún problema.
       Lo que no les conté fue que me pusieron Ezra por Pound. Para qué. La historia era demasiado larga para tres tipos que no se hubieran identificado un pelo con ella. Los Cantos de Pound cayeron en manos de mi madre el mismo día que vine al mundo, como regalo de un tío lejano de la parte de la familia que tuvo la sensatez de quedarse en Huanchaco, en Trujillo. El tío Ezequiel bajó a pata desde allá en no sé cuántas leguas y compró el libro de segunda mano en un puestecito abajo del hospital, por unas monedas que por suerte todavía circulaban.
       ¡No se hable más!, dijo mi madre sin siquiera abrir el libro: Ezra. Y abrazó a mi tío, que esa noche pudo al fin dormir en una cama, en mi casa. Fue tal el alivio por dejar de discutir con mi padre sobre qué nombre ponerme que no tuvieron el detalle de averiguar quién coño había sido Pound. Hasta mis trece o catorce años fue simplemente el autor del libro que nadie entendía, que estaba olvidado, muerto de risa en una estantería, después de que mi hermana y mi padre fueran desahuciando la biblioteca, llevándose lo mejor a sus habitaciones. Em­pecé a enterarme de quién era Pound un día que llegó un nuevo profesor de inglés al colegio, un tal Valencia, que pasando lista dijo: ¡Ajá!, ¡Ezra, like Pound!
       —Nunca me has contado eso —dice Aurora, abriendo un ojo—. ¿Cuándo fue?
       —En tercero de media, poco antes de morir mi abuela Lola.
       Lo recuerdo bien porque hasta entonces no se me había presentado la muerte tan de cerca.
       Me quedé de piedra, no pude atender a una sola parrafada en los siguientes cuarenta y cinco minutos que duró la clase, pensando que ese nuevo profesor, que estaba rechoncho como un Papá Noel y que pasaría la hora empujándose piononos, conocía la verdadera identidad del enigmático Ezra Pound, del que nadie en mi entorno tenía la menor idea de quién era. Claro, en esas épocas no era como ahora, que entras a Google y lo encuentras todo en una, hasta el nombre que les vas a poner a tus hijos, cosa que hubiera sido muy pertinente en mis tiempos. En casa había algunas enciclopedias, pero Pound no figuraba en ninguna. Y tampoco tenía­mos parientes intelectuales fajados en filología inglesa, ni poetas en ciernes buscando inspiración fuera del español ni mucho menos poetas fracasados. Sólo fracasados. Cada vez que pregunté por qué me habían puesto ese nombre se limitaban a señalarme el librito y con eso debía quedarme contento. Hoy, a veces me pregunto qué hubiera pasado si abría el librito y leía «cultivo una rosa blanca, en julio como en enero» o «me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuer­do». De hecho, semanas antes de lo de Valencia, un día que fuimos a hacer un trabajo de geografía sobre un país llamado Tanzania, en casa de Huguito, hojeando un diccionario enciclopédico y pensando seriamente en tentarlo con mandar el trabajo al carajo por unas partidas de Atari, encontré de casualidad el apellido Pound. Pasaba las páginas rápidamente —P, Q, R, S, T— y… ¡aguanta! Regresé a la P, leí: «1. Pound: unidad de peso equivalente a 16 onzas. Moneda corriente en diferentes países.» «2. Pound, Ezra Loomis (1895-1972): poeta norteamericano, traductor, editor, crítico y pro­pagandista, cuya vida estuvo rodeada de controversia, conocido por sus Cantos (1925-1960), una versión épica de la historia de la civilización.»
       —¿Nada más? —dice Aurora; y se coge detrás de la nuca, haciendo un gesto de dolor.
       —Nada más. ¿Quieres algo? —digo, dirigiéndome a una silla junto a la ventana.
       —Mmmmm… —la escucho remolonear, entre las sábanas, hecha un ovillo.
       A esa edad por «propagandista» entendí que se dedicaba a crear «propagandas», que es como llamamos allá a los anuncios, o sea, que asumí que además de poeta había sido publicista. Y a lo de «cuya vida estuvo rodeada de controversia» supongo que simplemente no le di importancia.
       Profesor, buenos días, me acerqué al escritorio de Valencia al acabar la clase, mientras afuera mis amigos gritaban ¡Zero, sobón!, ¡Zero, franelero! Quería que me dijera una cosita, por favor —en Lima hablamos así, con «quería», «una cosita», «por favorcito»—: ¿qué sabe usted de Ezra Pound? Valencia me miró extrañado, abrió el cajón, sacó unas golosinas —gansitos, piononos, sublimes—, las puso sobre la mesa, diciendo, como un niño que despliega sus juguetes: No importa tanto quién fue, muchacho, importa más lo que escribió. ¿Quiere un poco?, me ofreció amablemente sus dulces, con una sonrisa entre bondadosa y desubicada.
       —«Uno de los más espectaculares y brillantes fracasos que ha conocido la literatura», según una crítica que leo en el móvil. Eso le pega a tus cuentos… —dice Aurora, sacando la cabeza de entre las sábanas.
       —Pensé que estabas durmiendo, jodida…
       —¿Qué te dijo? Dime.
       Me tomó del hombro y mientras masticaba su gansito dijo: Hay gente, hijo —me habló como un padre—, que debemos medir por sus logros, por sus grandes aportes, no les podemos exigir más. Ezra Pound aportó a la len­gua inglesa una poesía de alta sonoridad y lirismo, muy rica, sabrosa, sustanciosa. Una delicia. Si en su faceta personal cometió errores, recuerda que errar es humano y no lo podemos juzgar, sólo Dios juzga. ¿Recuerdas? Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
       ¿Qué errores, profesor?, pregunté.
       Errores, mmm, errores, repitió, dudando en si haría bien en decir o no lo que —se notaba— tenía unas ganas irreprimibles de decir, tan irreprimibles como los peditos que se le escapaban cuando se mecía hacia un costado en la silla.
       ¿Has oído hablar del fascismo, hijo?, continuó bajando la voz, como quien va a revelar un secreto. ¿Sabes lo que es?
       Algo me sonaba pero ni idea, profesor, dije.
       Por supuesto que no se te puede ocultar algo seme­jante, suspiró, pensativo, pero por otro lado es com­prensible. Y recostándose en su silla, preguntó: ¿Tus papás no te han contado nada?
       No, profesor, dije, mis papás andan muy ocupados…
       Si querías obtener algo de los profesores en el colegio ese truco funcionaba, decir que tus papás andaban muy ocupados servía para ablandarlos. Valencia contempló de reojo la lista de la clase, donde había un puntito con tinta azul al lado de mi nombre, y dijo:
       Es importante conocer la verdad, hijo, eso no lo niego ni te lo refuto, pero muchas veces la verdad, como ahora, carece de miga, es como un flan reseco o un panetón sin pasas. Tampoco sirve de nada.
       ¿Y cuál es la verdad, profe?
       Nada malo, hijo. Pound fue un escritor polémico, controvertido, como tantos otros. Celine, por ejemplo, que no creo que vayan a estudiar en francés, pero ya tendrás tiempo de leerlo. Ambos apoyaron el… —se interrumpió, masticó un bocado enorme de pionono y tragó con esfuerzo; preguntó—: ¿En dónde rayos están en Historia Universal?
       En la Revolución Francesa, dije. Mmmm… Lejos, lejos.
       ¿Qué apoyaron, profesor?
       Valencia finalmente resolvió continuar: …el fascismo italiano y el nazismo alemán, veo que les falta mucho para llegar ahí.
       Agregó algunas cosas más, pero la palabra nazismo me hizo perder el hilo. Me dieron nauseas, me entró una especie de conmoción, de shock, como si hubie­ra recibido un derechazo de Mike Tyson y el cielo de pronto se hubiera nublado, y en medio de esa nube me hubiera quedado divagando, grogui, remecido como una maraca, como un insecto naufragando en el remolino de un retrete. Cuando recuperé la facultad del habla, escuché una palabra que no entendí:
       Perdón, ¿su antisemiqué?
       Antisemitismo, hijo, tarde o temprano todos nos equivocamos en nuestras ideas políticas y, te repito, no se nos puede juzgar por eso. Europa se equivocó, el mundo entero se equivocó. Lee sus poemas, reconcíliate con él, aprende a amar su poesía, a descubrir la historia de la humanidad a través del faro de la palabra poética.
       Se puso a guardar sus cosas en el maletín apresura­damente. Como quien tira un cigarrillo en un bosque y zafa al arrancar el incendio, notoriamente arrepentido de no haber podido contenerse.
       Si no lo entiendes, agregó, me lo traes y te lo explico. Y si no te gusta, ahí tienes a José Santos Chocano. Y poniéndose de pie, sosteniendo su maletín con una mano y con la otra levantando su pionono declamó:

                         «en mitad de los fragores
                         decisivos del combate
                         los caballos con su pecho
                         arrollaban a los indios y seguían adelante.»

A lo mejor era verdad que cualquiera se equivocaba en sus ideas políticas, como decía Valencia, con el afán de quitarle hueso al asunto. ¿Podía compararse con lo de mi abuela Lola, aprista con carné de toda la vida, que defendió a Alan García hasta el fin de su mandato con hiperinflación y corrupción generalizada, mientras dos de sus propios hijos emigraban a Estados Unidos tras haber perdido sus trabajos, sus ahorros y las es­peranzas? Parecía un juego de niños comparado con lo de Pound y los cincuenta millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial y los seis millones de judíos exterminados en el Holocausto. Nazismo, fascismo, antisemitismo salían bien clarito y con lujo de deta­lles en cualquier enciclopedia, a página entera o doble página, con fotos horrendas de todos los tamaños y comentarios y opiniones de toda clase de expertos. Por si no me había enterado de los detalles ahora me podía empachar. Sólo me distraía una cosa mientras recorría aquellas tremebundas páginas: la irresponsabilidad de mis padres. ¡La madre que los parió! ¿Tan difícil era consultar antes de inscribirme con ese infame nombre en la partida de nacimiento? Los esfuerzos de Valencia por evadirme de la cuestión política cayeron en saco roto. Habría sido mejor que se hubiera hecho el sueco, que me invitara un pionono y me mandara a rodar; por último, que me obligara a comérmelo porque yo odiaba los piononos.

  © Ernesto Escobar Ulloa 2024

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