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Pagan Kennedy

El tercer sexo

Una noche, cuando Barb llegó a casa, la puerta se cerró tras ella con un eco poco familiar. Comprendió por qué: la alfombra del descansillo había desaparecido. Dejó caer las bolsas de la compra y se apresuró hacia la sala de estar. Los libros se apilonaban en el suelo ocupando el espacio que antes habían ocupado las estanterías. Su novio se había llevado también las fotos, dejando cuadros blancos en la sucia pared. Se agachó hasta el suelo y apoyó la cabeza sobre las piernas. Se le ocurrió que quizás él simplemente había tirado sus cosas en un remolque de mudanzas de la compañía U-Haul, y que estaría de vuelta en unas pocas horas, le diría que había cometido un error y juntos devolverían de nuevo todas sus pertenenecias al apartamento. Pero lo conocía demasiado para creer en ello.

Quizás había transcurrido una hora cuando realizó el esfuerzo de ponerse en pie y arrastrar los pies por el apartamento para hacer recuento de lo que faltaba.

Su meticulosidad le pareció cruel. ¿Por qué se había molestado en llevarse como equipaje el pimentero, el trapo de cocina, la planta araña y la leche que había comprado el día anterior? Lo que había dejado le pareció aun peor: una fotografía de ella que él había ampliado, una vieja tarjeta de San Valentín, un jersey que ella le había regalado. Llamó avanzada la noche. Su voz sonaba como la de una persona lobotomizada.

-Lo siento de veras Barb, pero tenía que hacerlo. Me agobiaba darme cuenta de que cada día dependiamos más el uno del otro.
- ¿Qué te pasa?-contestó ella entre sollozos-. Eres un gilipollas.
-No, no lo soy. Sólo intento encontrar la mejor solución. Prefiero dejarte ahora, antes de hacerte más daño, porque, sabes, todavía tengo mis dudas. No quería que todo esto fuera a más si no estaba seguro de que podría pasar el resto de mis días contigo.

La rabia le ayudó a a responder con una lógica implacable:
-La gente siempre duda, forma parte de la condición humana. Nunca se sabe si vamos a poder estar con una persona el resto de nuestra vida hasta que esa relación se ha acabado.
-Mira, lo siento, pero estoy seguro de que es lo mejor para los dos -respondió él-.

Le colgó el teléfono, y cuando volvió a sonar no lo cogió, sino que trepó a la cama y se abrazó a la almohada que él había dejado. Permaneció despierta toda la noche, temblando a ratos, castañeándole los dientes de repente, estirada inmóvil pero con la cabeza yéndole a toda pastilla. Le parecía que todo daba vueltas a su alrededor y que el mundo se convertía en un lugar inhóspito, irreconocible, como un ascensor que se para bruscamente al llegar a a una nueva planta.


Sólo ayer, vislumbraba sus cuarenta años de vida próximos. Ella y su novio se quedarían con la familia de éste durante las vacaciones de primavera; repararían el embrague del coche; quizás llegarían a casarse, o a lo mejor acabarían retirándose y vivirían en una barco. En realidad, esos habían sido los planes que él había trazado. Veía el tiempo como dividido en grandes bloques.
-No sé si podré quedarme contigo para siempre- le decía él alguna vez. Cuando se ponía de este humor ella podía percibir, incluso sin tocarle, cómo se le encongían los músculos, cómo se convertía en una tortuga sin caparazón en el que buscar cobijo.

-No hay nada que pueda calificarse de siempre- respondía ella con un aparente tranquilidad. A ella no le hacía falta la promesa de un matrimonio ni de un barco para sentirse parte de él. Más bien al contrario: su seguridad le venía a ráfagas, durante aquellos momentos extraños y apacibles de felicidad, como, cuando estirados en la cama, se recitaban el uno al otro poesía parodiando la más estirada dicción teatral; o como, cuando al llegar a la sección de los paquetes de cereales, debatían cuál era la marca con mayor contenido en colorantes, antes de comprarla y zampársela de vuelta de casa; o como aquella noche en la que ella no podía encontrar su zapato y, mientras buscaban por todo el apartamento, iban componiendo una canción sobre "una chancleta atascada en una probeta que participa en un experimento para que la humanidad se quede quieta."

Cuando las ventanas de la habitación de Barb, bañadas por la luz enfermiza matutina, se tornaron pálidas, se sentó y se abrazó a la almohada presionándola, con brazos y piernas, contra la barriga. Nunca había pensado demasiado en su futuro pero ahora tendría que hacerlo, ahora que él se lo había llevado como había hecho con la alfombra, el pimentero, las estanterías. La vida se mostraba ante ella como un gran vacío, como un nuevo calendario con una línea interminable de casillas blancas por rellenar.

¿Qué haría consigo misma? Se le ocurrió que pronto -en unos meses, tal vez- empezaría a ligar de nuevo. Eso significaba que iría a ver películas que normalmente no vería y mantener discusiones con hombres de barba tupida en un café. La angustia le encogió el estómago. La última vez que había estado sin pareja tenía 27 años. Ahora tenía 30. Le parecía que las reglas habían cambiado. Lo más seguro es que durante esa época sabática hombres y mujeres habrían desarrollado una manera nueva de ligar que a ella le resultaría incomprensible.


Pero lo peor de todo no era ligar sino enamorarse. Le asqueaba la idea de colgarse de un tío, acabar en la cama con él, alcanzar una felicidad infectamente dulce, volver a las prontas peleas, conocer a su madre, mudarse juntos y acabar en lo mismo, envuelta en sábanas con olor a él. Le parecía que todo este raudal de acontecimientos se repetirían una y otra vez a lo largo de su vida, como si se tratase de un sueño febril en el que corres por un pasillo inclinado, corres y corres pero nunca llegas al final.

Cuando el reloj de la mesita de noche señaló las siete, se enrolló una sábana al cuerpo y arrastró los pies hasta la cocina, preparó café y se sirvió un tazón de cereales. Se dio cuenta de que no podía comer, pero el café, cargado, negro y amargo, le pasó como si fuera agua. Unos minutos más tarde, cuando la cafeina hizo efecto, se desprendió de la sábana, se vistió con unas botas vaqueras y una falda larga, y se pasó el pintalabios y el lápiz de ojos: el uniforme femenino completo. Entonces, para matar el tiempo antes de ir a trabajar, se pegó un largo paseo por los callejones del barrio.

Las botas marcaban sus tenues clicks sobre la acera, un sonido que siempre asociaba a mujeres sexis y peligrosas. Sí, lo tenía todo pensando. Flirtearía como lo había hecho en los viejos tiempos, se iría de marcha loca, y quizás se apalancaría con alguien que fuera bueno para ella. ¿Y por qué no iba ella a toparse con alguien bueno esta vez? Al fin y al cabo, conocía a un montón de parejas felices. Sus amigos Jim y Trish acababan de tener un bebé.

Su compañera de trabajo vivía con una maravillosa novia que sabía hacer pan de nueces y afinar un motor. David y Jonathan acababan de mudarse juntos a Vermont. Robert y Theodore. Alice y Mimi. Christopher y Anthony...

De repente la verdad pareció abofetearla. Se quedó clavada en medio de la acera, pasándose un dedo sobre el labio, mientras el cielo brillaba con el color de una mañana gloriosa entre los tintes de carbón deslustrado de los tejados de las casas. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Eran los gays los que permanecían unidos. De su círculo de amistades sólo recordaba una pareja herterosexual que siguiera funcionando. La mayoría de heterosexuales vivían solos, leían la sección de anuncios personales de los periódicos y engullían Prozac. Incluso cuando conseguían enamorarse acababan yendo a terapia de pareja: como si los hombres y las mujeres necesitaran ayuda profesional para compartir la cama durante un plazo de tiempo prolongado. Como si el deseo heterosexual fuera un cometa refulgente condenado inevitablemente a consumirse que atravesara el cielo en su caída en picado arrastrando una cola en la que se confundieran facturas de tratamiento terapéutico, envoltorios de condones y recetas para píldoras.



Los gays, en cambio, no parecían necesitar nunca terapia de pareja. Compartían unos apartamentos maravillosos atestados de cerámica hecha a mano y de recuerdos fruto de una vida compartida. Los fines de semana se iban a Provincetown en sus coches marcados con pegatinas en forma de triángulo rosa adosadas en el parachoque. Organizaban comidas para celebrar sus cumpleaños en mesas atiborradas de velas, arándanos glaseados y vino tinto. Se entendían como sólo pueden hacerlo dos personas de un mismo sexo, como hermanas, como hermanos, como compañeros iguales. Barb deseaba dejar de formar parte de todo ese rollo heterosexual. De repente, supo exactamente lo que tenía que hacer.

Unos días más tarde, cuando estaban solas en la oficina, le comentó su idea a Janet. Los voluntarios se habían cagado en ellas y las habían colgado con la tarea de meter propaganda sobre residuos sólidos en sobres ya impresos.

-He decidido ser una lesbiana- dijo Bárb.
- ¡Guau!- respondió Janet sacudiendo la cabeza. Era una mujer delicada de manos huesudas y pelo negro recogido en una cola de caballo.- Pero si acabáis de romper. Quizá volváis de nuevo. Puede pasar cualquier cosa.
-No volveremos, lo sé. Además, tampoco quiero estar con él. No me fío-. Barb oyó como su propia voz temblaba al pronunciar estas palabras.

Se había encontrado bien mientras estaba en el trabajo, junto a la presencia reconfortante de Janet, con los teléfonos sonando y el problema sobre el deshecho de residuos por el que preocuparse: todos esos gases de vertederos elevándose hacia el aire y supurando veneno en las reservas de agua. Pero cuando llegó a casa, a las paredes vacías y la almohada solitaria, se sintió como un alma en pena.

-Lo único que me consuela es haber dejado de ser heterosexual -dijo.
-De acuerdo, cálmate -contestó Janet dejando a un lado una pila de sobres y girando sobre su silla hasta quedar cara a cara con Barb-. Date un poco de tiempo antes de liarte con alguien de cualquier sexo, ¿vale? Te estás obsesionando con esto para evitar enfrentarte a lo que en realidad está sucediendo.
Barb se rió un poco:
-De acuerdo, así que estoy obsesionada. Pero, tía, tu me estás dejando en la estacada. ¿Qué tipo de lesbiana eres? Se supone que tienes que reclutarme. ¿No es acaso eso lo que Jesse Helms dice que hagáis? Bueno, pues acabo de entrar en una oficina de reclutamiento y estoy dispuesta a firmar.
-Vale, muy bien, acabas de entrar en la oficina de reclutamiento. Y yo determino que eres alguien mentalmente incapacitado -siguió Janet-. Lo más seguro es que tampoco pases el examen físico.
-Sí que lo pasaría -espetó Barb, de repente seria.



-Lo digo en serio. ¿De verdad te atraen las mujeres?
-Creo que sí. Es difícil de decir.
- ¿Qué quieres decir con que es difícil de decir? La atracción sexual es algo muy obvio. ¿Puede una mujer hacerte perder la cabeza? ¿Sueles fantasear con ellas?
-Pues sí, me hacen perder la cabeza. -dijo Barb con algo de inseguridad-. Pero no sé si se trata de una simple amistad. Como esa vez que conocí a una mujer que en seguida se convirtió en mi mejor amiga. Solía pasar en bicicleta frente a su casa para comprobar si la luz estaba encendida. Quería estar con ella todo el tiempo.
-Pero... -repuso Janet entrecerrando los ojos- ¿fue algo sexual?
-No sé. Es posible que la amistad también pueda hacerte perder la cabeza. Sentí que se trataba de algo diferente a lo que me pasa con un tío pero esto podría deberse a que estoy programada para creer que los tíos son todos ligues potenciales. Sería más fácil si hubiera otro sexo, ya sabes, un tercer sexo por el que no me sintiera atraída. Así tendría algo con lo que comparar a las mujeres.

Durante varios días Barb siguió pensando en el tercer sexo. Se los imaginaba de cuerpo achaparrado y peludo, con labios finos y unas tetas como sacos colgándoles del torso. Y aunque muchos de ellos fueran amigos del alma, los vería feos. Se imaginaba a sí misma cenando con uno de estos tipos con cara simiesca y de expresión amable.
-Oh, Barb -le diría-, me importas tanto. Siempre estaré a tu lado para lo que me necesites.

Intentó pensar en qué más diría pero no se le ocurría nada: en su mente, la persona del tercer sexo siempre acababa siendo ese tipo regordete y extraño que estaba colgado de ella.

En realidad no podía imaginarse ninguna amistad cercana que no fuera más o menos un romance: el afecto recíproco siempre sería desigual, celos, encaprichamientos, incluso un cierto apego a sus respectivos cuerpos. ¿Por qué iban a ser las cosa diferentes con un tercer sexo? Por ejemplo, ¿qué pasaría si Barb llamara una noche a la persona del tercer sexo y que ésta contestara y le respondiera así: "Vaya, perdona Barb, estoy hablando por la otra línea, pero te llamo en cuanto tenga un minuto"? Pues que seguro que Barb se sentiría rechazada. Cuando la persona del tercer sexo la mantuviera a la espera mientras hablaba por la otra línea, o cuando la excluyera de sus fiestas o no le riera las gracias, entonces ella desearía un cuarto sexo. Y cuando este cuarto sexo le fallara desaría dar con un quinto sexo, un sexto, cualquier sexo al que poder querer sin sentirse herida.

Cuando tenía siete años Tammy, su mejor amiga, le dijo:
-He descubierto cómo se sientan nuestros padres cuando quieren tener un hijo. ¿Quieres verlo?
Trepó sobre Barb.
-Ponte de pie. Pon las piernas así.
Empujando, colocó a Barb hasta que ésta quedó en cuclillas, con las piernas flexionadas y ayudándose con las manos para mantener el equilibrio.
-Uy -dijo Barb-, esto duele.
-Te acostumbrarás. He estado practicando. -Tammy bajó hasta quedarse delante de Barb; tan cerca estaban, que sus piernas quedaron entrelazadas y sus estómagos casi se rozaban. Por un momento se pusieron en cuclillas, como si fueran dos ranas.
-Así es como lo hacen -dijo Tammy balanceándose hacia delante y hacia atrás.
-Ey, para ya. Empujas demasiado. -protestó Barb perdiendo el equilibrio y cayéndose hacia atrás-. Se puso en pie y se sacudió la hierba enganchada a sus pantalones cortos.
-Jo. No puedo creer que mis padres hagan esto. Es tan basto. No pienso hacerlo jamás.
-Ya. Yo tampoco -había contestadoTammy que seguía en cuclillas.
- ¿Lo prometes?
-Sí.
- ¿De verdad? ¿Para toda la vida? ¿Incluso aunque quieras tener un hijo?
-Sí -contestó Tammy poniéndose en pie con solemnidad-. Odio los bebés. Además tampoco voy a casarme porque odio a los chicos. Mis hermanos son tan brutos; cuando Jeef bebe leche, la saca por la nariz.

Tammy tenía una tez suave que adquiría un tono tostado al ser expuesta al sol. Podía hacer la vertical dentro y fuera del agua. Podía escalar hasta lo más alto de un árbol, con sus botas de la marca P.F.Flyers resbalando, rascando y dando patadas a la corteza. En el jardín trasero de Tammy habían construído una cabaña con unas planchas metálicas, una caseta vieja para perros y algunos tablones. Se arrastraban hasta su interior, disfrutaban de su tenue luz, de cómo percibían con dificultad los sonidos externos mientras sus voces se transformaban en sonidos cavernosos, en ecos. En la parte trasera de la caseta del perro guardaban comics de Archie, viejos números de la revista de viajes Arizona Highways, velas y un tarro de helado preparado de la marca Pillsbury. Sólo en ocasiones especiales se permitían dar unas cucharadas al helado, y abrir el tarro mientras la otra no estaba a la vista hubiera sido considerado como alta traición.


Dentro de la cabaña hablaban de cosas solemnes como, por ejemplo, del divorcio. Barb vivía con su madre. Hasta donde su memoria alcanzaba, su padre había tenido su propio apartamento. Venía a comer los domingos. A lo largo de toda la visita, Barb advertía las miradas de desprecio que se lanzaban sus padres: esas miradas le dolían tanto como si le clavaran agujas en la piel.
- ¿Que cómo saber que los padres de un niño están divorciados? ¿Si vas a su casa sabes cómo te enteras? Pues porque el niño tiene una muñeca mexicana. Los padres se divorcian en México y luego te traen un regalo de allí. Supongo que los únicos juguetes que valen la pena en México son las muñecas.
- Pero ¿cómo puedes saber que tus padres se van a divorciar? -preguntó Tammy. Estaba sentada sobre una plancha abombada que provocaba que su voz sonara tan cavernosa como la de un fantasma.
-No lo sé.
-¿Barb? -dijo Tammy en un extraño tono de voz-, ¿qué hago si eso ocurre?
-Podemos vivir en nuestra cabaña. Nos quedaremos aquí aunque nuestros sus padres se muden a otro sitio. Deberíamos empezar a almacenar comida. Y necesitaremos una linterna. -replicó Barb.
-¿Pero qué pasará con la gente que se mude a mi casa? ¿No dejarán que nos quedemos aquí, no crees?
-No, todo irá bien. Les explicaremos que necesitamos vivir aquí. No te preocupes, no nos echarán. Quizás tengan un perro con el que podamos jugar.

A veces Barb deseaba realmente que sus padres se mudaran a otro lugar para que así Tammy y ella pudieran pasar cada noche en la cabaña, comiendo helados y analizando las fotos de las revistas Arizona Highways a la luz de una vela. Les gustaba tocar las fotos tomadas de cerca de los cactus y fingir que sentían el dolor de las espinas de éstos en sus dedos.
-Ah, duele- dirían, acariciando el suave papel.

Una mañana, cuando ya había pasado un mes y medio desde que su novio se mudó, Barb entró en la oficina. Janet la llamó con un " Se trata acaso de la lesbiana?"
Barb penetró en el cubículo de paredes grises de Janet.

- ¿Quién? ¿Yo?
Janet estaba inclinada sobre la silla mientras se desabrochaba los zapatos.
-Sí, tú.
-Creí que te habías negado a animarme en todo este tema lesbiano.
-Bueno, no pensaba ayudarte pero me temo que las circunstancias están fuera de mi alcance. Hay una chica a la que le gustas.
-Anda ya. ¿De veras? - Barb dió unas palmadas de júbilo al escritorio- Genial. ¿Quién es? ¿Se trata de alguien a quien conocí en tu fiesta?
Janet había ofrecido un desayuno ese fin de semana: había un montón de gente: parejas heterosexuales, parejas homosexuales, bebés, perros, ensaladas de pasta y tofu.
-Sí- contestó Janet mientras daba pequeños sorbos de café y agitaba la mano delante de la boca como para enfriarlo. ¿Te acuerdas de la mujer con la que hablaste? Una que era unos centímetros más baja que tu, de piel morena, con un corte de pelo al rape, muy mona.
- ¿Eh? -dijo Barb-. Sí, creo recordarla. La verdad es que no hablé con ella. Creo que le pregunté dónde podría encontrar las copas. Ah, y entonces hablamos de lo mucho que nos gustaba a ambas el agua con gas.
-Pues -suspiró Janet- parece que sí hubo algún tipo de conversación, porque me llamó después y quería que le pasara informes. Dios es testigo que la previne de tí, pero no quiso escucharme. Mira, Rita es muy maja, pero por desgracia siempre se enamora de casos tan imposibles como el tuyo. Si sales con ella tienes que prometerme que irás con cuidado. No quiero que le sigas el rollo y luego decidas que eres heterosexual. ¿Comprendes? - su tono era severo.
-Lo único que hice fue hablarle del agua con gas, soy inocente. Además, lo más probable es que no vuelva a verla nunca más.
Janet se quedó en silencio durante un momento. Entonces dijo:
-Rita te llamará. Le di tu teléfono. Espero que no te moleste.
Barb sintió que se le encogía el estómago:
-Claro, me parece bien. Lo que pasa es que no creí que iba a suceder tan rápido. Ya había planeado todo lo que iba a hacer antes de ponerme a salir con mujeres.
- ¿Como qué?
-Creí que iba a leer los Frutos de Ruby primero. O quizás apuntarme a un equipo de fútbol femenino. Todavía no he pasado por toda esa fase preparatoria, ya sabes, como por la que tu pasastes cuando ibas al instituto.
-Si no te sientes preparada, sólo tienes que decirlo e informaré a Rita. -Janet se volvió para concentrarse en su ordenador.
-No, está bien. Estoy preparada. De verdad, sería un gran alivio acostarme con una mujer y poder considerarme una lesbiana de una vez. Odio las medias tintas. Ahora mismo me siento como si no fuera nada: ni soy heterosexual ni soy homosexual. Un asco.


Barb se refería a cómo se sentía cada vez que atravesaba las puertas automáticas y se sumergía en el aire con olor a vitamina del supermercado. Siempre había oído que ese lugar era un buen sitio para ligar pero cuando vivía con su novio no se había fijado demasiado en las miradas que se lanzaba la gente sobre la col rizada, ni en el modo en que los cajeros flirteaban con ella a veces.

Estos días, sin embargo, el supermercado parecía un hervidero de sexualidad. Cuando los hombres remoloneaban cerca de ella por los pasillos, ella admiraba sus manos vigorosas y la carne prieta de sus pectorales, y les devolvía las miradas. Se sentía igual de atraída por la belleza femenina: aquellos labios maduros y la curva de sus traseros. Incluso la lesbiana barbuda que trabajaba en el departamento de productos le atrajo. Sólo unos meses atrás, a Barb le había parecido que esa mujer daba miedo: llevaba una pequeña barba de chivo -como la de Shaggy en Scooby Doo-, la nariz atravesada por un aro y el pelo rubio recogido en una trenza considerable. En la época en que Barb vivía con su novio había pensado, con desprecio, que se trataba de una pirada. De ese modo no tenía que pensar en la barba y en todo lo que ésta implicaba.

Pero ahora Barb pensaba a menudo en la barba. Mientras esperaba el autobús o fregaba los platos, le daba vueltas al asunto de la barba e intentaba recordar con exactitud cómo le brotaban los pelos del pronunciado mentón, el espesor que la barba adquiría a los lados y cuán débil, cual pelusa de cabra, era la que crecía bajo sus labios. La barba planteaba toda una serie de preguntas incómodas. Por ejemplo, crecía de modo de natural o se frotaba la mujer el mentón con algún tipo de pócima?

Si la barba crecía de manera espontánea, ¿cuántas mujeres lucirían entonces unas caras peludas si no se entretuvieran en teñir o arrancar la evidencia? Y si el mundo estaba lleno de mujeres barbudas, ¿cómo se traducía esto en nuestros cuerpos? ¿Recurría la gente a la electrólisis, a los trasplantes de pelo, a la eliminación de michelines, los implantes de pecho y los perfumes, no tanto por cuestiones estéticas, sino más bien para esconder la vergonzosa realidad de los pectorales masculinos, las barbas femeninas y la fofez asexual de la edad madura? ¿No sería que en el fondo nuestros cuerpos se habían intercambiado la ropa?


Si la mujer barbuda del departamento de productos se hubiera arrancado y teñido los pelos, se parecería a una joven Judy Collins: tenía unos ojos grandes, maravillosos y una piel dorada. Pero no se depilaba. Tampoco se teñía. Había decidido convertirse en algo imposible de definir: ni hombre ni mujer, pero tampoco precisamente en una lesbiana.
- ¿Te atraen las mujeres barbudas?- le había preguntado Barb una vez a Janet.
- ¡Por favor! No conozco a muchas chicas a las que les guste lamer una cara peluda. Francamente, creo que las lesbianas se dejan crecer barba porque no desean parecer sexuales de ningún modo. Quieren asustar a la gente.

Pero cuando Barb observó la mirada de aquella mujer que cargaba cajas, mientras trabajaba los músculos de sus estilizados brazos, supo que no quería asustar a nadie. De hecho, la mujer lograba ser sexi del modo más original que Barb había jamás presenciado: su sexualidad no tenía nada que ver con el género, sólo necesitaba de su propia presencia, del natural balanceo de sus brazos y del brillo de sudor de su frente. Era sexi como lo podía ser un gato, una orquidea, una mata de pelo, un tomate partido por la mitad.

Dos días después, Rita dejó un mensaje en el contestador de Barb. Su voz se ahogaba en susurros y delataba su temor. Barb se imaginó cómo debía haberse sentado Rita frente al teléfono, con el trozo de papel en el que estaba anotado el número de teléfono de Barb en la mano; cómo había marcado, con una prisa enternecedora, con el corazón bombeándole en los oídos. De repente, Barb se sintió muy próxima a esta mujer. Se imaginó a Rita enrollada sobre sí misma en su cama y cómo la agarraba desde atrás, igual cómo solía hacerlo con ella su novio.
Pero cuando marcó el número de teléfono de Rita y una voz extraña respondió " ¿Sí?", todo el escenario de las dos abrazadas en la cama le pareció ridículo.
-Hola, ¿Rita? Acabo de recibir tu mensaje. Soy Barb.
La persona al otro lado de la línea aclaró su garganta
-Hola Barb. Espero que no te moleste que te haya llamado.
-No. Me alegra...
-Es que pensé que eras interesante y, bueno, esperaba que quizás quisieras salir y charlar algún día. -dijo Rita con un tono cariñoso.
-Sí, claro. ¿Qué te parece este fin de semana?

-Podríamos invitar a Janet si quieres.
-No hace falta -replicó Barb- Me encanta Janet pero ya pasamos cuarenta horas semanales juntas. Por cierto, cómo la conociste?
-Hicimos un curso de percusión africana hace mucho tiempo. Ah, y además, su novia compartía casa conmigo -Rita soltó una risa nerviosa-. Me imagino que la conozco por muy diversas vías.
-¿Así que percusión africana, eh?
-Estoy en un grupo en el que tocamos música de baile de estilo caribeño.
-Vaya... Suena interesante -Barb notó como sus labios forzaban una sonrisa falsa.
-Sí, es divertido.
El silencio entre ambas se prolongó durante un segundo de más.
-Bueno -dijo Barb- ¿Dónde quieres que quedemos?
Después de colgar se puso a fregar la cocina. La llamada le había sentado como una taza de café tomada tomada a última hora de un día: se sentía nerviosa, confusa y obsesionada con arrancar la grasa del horno.

Acababa de fregar todos los platos y estaba a punto de limpiar la mesa cuando, de repente, se quedó helada delante de la nevera, con la mirada clavada en la foto de Tammy. Hacía muy poco que había encontrado la foto y, sin saber muy bien por qué, se la había llevado a la cocina y la había colgado junto a las fotografías de sus amistades actuales.
Sacó los imanes que sujetaban la ondulada imagen y la sostuvo cerca de la cara. Ahí estaba Tammy con una camisa con cierre de cremallera simulando estrangular la muñeca de Barb. Al examinar la fotografía Barb vio ante sí el papel que cubría las paredes de su habitación infantil: había olvidado por completo ese motivo de globos y flores psicodélicas hasta el día de hoy.

En la semioscuridad, mientras se adormecía, solía mirar esas flores y observar cómo se convertían en las caras de viejas cotillas, a la vez que escuchaba a su madre en el piso de abajo, con el click-click-click de sus tacones repiqueteando el mensaje: "Me cuido de todo aquí abajo: lo tengo todo bajo control."


De repente, Barb se vio embargada por una dolorosa soledad. Quería, más que nada en este mundo, volver a su vieja habitación. O mejor todavía, volver a la cabaña, sentarse pegada junto a Tammy, hundir las cucharas de plástico en el bote de helado y reírse hasta que los mocos les salieran disparados de las narices.

Cuando ambas tenían diez años, los padres de Tammy se divorciaron y ésta se convirtió de repente en una extraña: cambió su mochila por un bolso, empezó a codearse con las chicas más populares y a bromear con los chicos. Pero antes de eso, en la época en que Barb y Tammy eran todavía grandes amigas y compartían las tardes de verano en la cabaña escuchando el canto de las cigarras, habían hecho un pacto.

-Cuando seamos mayores tendremos nuestra propia casa -había dicho Tammy-. Y una piscina.
-Me gustaría tener uno de eso toboganes acuáticos, como los que hay en el parque de King's Dominion.
-Pero tendremos nuestra propia casa -insistió Tammy con firmeza-. ¿Vale?
-Sí. -Barb se imaginaba una casa echa con planchas metálicas y tablones, una versión gigante de su cabaña.
-Eso quiere decir que cuando te hagas mayor tendrás que buscarme, porque no sé por donde andaré, ¿vale? -Tammy soltó un suspiro-. A lo mejor nos mudamos, ya sabes.
-Vale.-contestó Barb.
Para hacerlo oficial habían cantado juntas:
"Destrózame el corazón, sólo quiero morir, atraviésame el ojo con una aguja por fin."
-Y si no nos encontramos y no vivimos juntas en nuestra casa -dijo Barb- entonces sí que tendremos que clavarnos agujas en los ojos, ¿vale?

Una vez había estado dispuesta a clavarse una aguja en el ojo: todo, cualquier cosa, con tal de quedarse en la cabaña con Tammy. Así que ¿cómo había llegado a la situación en que se encontraba? ¿Cómo se había convertido en esta mujer que deambulaba sola por su apartamento y quedaba con extraños en un café? Al fin y al cabo, ella era aquella niña a la que le encantaba compartir ejemplares enmohecidos de Arizona Highways, cucharas de plástico, tiritas algo usadas, clips para el pelo... Era la chica a quien le encantaba compartir el coche de él; que dormía en sábanas con manchas que recordaban perfiles geográficos; que se despertaba con él pegado a su espalda, como si intentara atisbar sobre su hombro o quisiera penetrar más en la vida de ella.

-Bueno, no es que no sepa cantar. Prefiero no hacerlo -dijo Rita sofocando una risilla y pasándose una mano por la cara-. No sé porqué te cuento todo esto. Me siento como si estuviera hablando demasiado.
-No hablas demasiado -replicó Barb-, sólo que eres una entusiasta.
-Supongo que soy entusiasta incluso cuando, al actuar, me embarga todo ese pavor. Me gusta mucho esa sensación de estar en sincronía con otra gente, sabiendo lo que van a hacer antes de que tan siquiera lo hagan.

El pelo negro rapado casi al cero de Rita tomaba tintes azulados y sombríos en su nuca. Llevaba un jersey de color canela tan grande que sus mangas le cubrían la punta de los dedos. A Barb le pareció entrañable su enfática gesticulación con esas manos escondidas en las mangas.

- Así que ¿cuándo puedo venir a veros tocar? -preguntó Barb.
-Ni hablar, ni hablar -Rita dejó caer a Barb una de sus manos cubiertas por el jersey-. Vamos a estar en El Diablo el próximo sábado pero a tí no se te permite venir.
Barb se echó a reír:
-No puedes impedírmelo. Este es un país libre.
-No, lo digo en serio. Si te presentas me pondré nerviosa y me dará algo.
-En realidad no eres una persona nerviosa: es algo que simulas para que no me dé cuenta de que lo controlas todo- dijo Barb arqueando una ceja. Le sorprendía su propio coqueteo.
En realidad todo lo que hacía era seguir los pasos de Rita. Rita había sido la que había empezado a flirtear cuando, dos horas antes, había entrado en el café y había dejado caer su bolsa junto a la mesa en la que estaba Barb.
-Tenía que llegar tarde -le soltó, mientras se sentaba frente a Barb-, porque me hubiera puesto de los nervios si hubiera tenido que esperarte. Me habría agobiado pensando en que me ibas a colgar.

Así que habían hablado y hablado, como llevadas por un delirio provocado por una ingestión excesiva de café, del modo en que lo hacen las personas cuando están interesadas la una en la otra. Porque, aunque la llamada telefónica había resultado un tanto extraña, Barb se había sentido más y más atraida por Rita mientras conversaban en el café: no tanto por su cuerpo sino por su manera atropellada de hablar. Era el coquteo lo que atraía a Barb: el juego de sus ojos, la intensidad de su conversación, las indirectas de cuándo iban a volverse a ver que se soltaban mútuamente.

Barb se dio cuenta de que el flirteo era como unas gotas de sexo en un botellín de muestra: podías probar lo que sería intimar con esa otra persona, pero no hacía falta que te desnudaras. Flirtear era como un baile: una serie de reverencias y fintas en la que las manos se rozaban pero nunca se llegaba a estar demasiado cerca de la otra persona.

Y en este baile, en este baile con Rita aquí en la mesa, Barb era el hombre. Llevaba un esmoquin y daba grandes zancadas mientras Rita, con un vestido rojo, volaba a su alrededor. Alguna vez, incluso cuando había estado con hombres, Barb se había sentido como el hombre: el que llevaba la voz cantante, el que se halla en el centro del revoloteo. Pero nunca se había sentido tan hombre como hasta ahora.
- ¡Por Dios! -exclamó Rita- Esta madalena sabe a vomitado o a qué. Pruébala y dime si es sólo fantasía mia. Le pasó el plato a Barb y las dos se acercaron a él como si estuvieran examinando algo de extrema importancia. Barb cogió unas cuantas migas y se las puso en la boca.
-Demasiada piel de limón- dijo con autoridad.
- ¿Tú crees? -preguntó Rita mientras clavaba los ojos en su reloj-. ¡Mierda! Tengo que ir a buscar mi coche a la tienda antes de que cierren. -Esto último lo dijo en un tono formal, que suavizó inmediatamente después.
-Tengo que irme, de veras, no te miento. Quiero decir que espero que nos volvamos a ver.
-Claro-dijo Barb.
Rita se rozó la cara con una mano cubierta por el jersey.
-Pero si no quieres, lo entenderé -añadió.
Tenía esta expresión de estar esperando recibir una bofetada, como si augurara que Barb fuera a decir algo cruel; como si estuviera preparándose a sí misma para querer a alguien que no le iba a corresponder; como si ya pudiera imaginarse las llamadas que Barb dejaría sin responder, el aniversario que olvidaría, las cosas que Barb dejaría en su apartamento una vez hubieran roto.
Viendo a Rita de este modo, Barb sintió la necesidad de ir al otro lado de la mesa y deslizarse a su lado. Quería abrazar a Rita, tranquilizarla con palabras amables. ¿Qué le diría? "No debes esforzarte tanto". O, quizás, "No esperes demasiado". O, quizás, "Mejor que lo dejemos ahora antes de que las cosas se nos vayan de las manos".

Pero Barb no podía moverse de su sitio. Se había quedado clavada frente a Rita, al otro lado de la mesa. Ambas estaban ya enzarzadas en su baile. Daban vueltas alrededor de sí mismas, girando con rapidez, haciéndose reverencias, saludándose. Y era todo lo que recordaba: el reluciente sombrero de copa, las colas, el vuelo del vestido de satén, los altos tacones, la faja, los almidonados guantes de seda.


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Traducido por Cristina Hernández Johansson English Original
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